El crecimiento de las Organizaciones No Gubernamentales (ONG) no es ajeno a la pérdida de créditos y de afecto que han venido padeciendo los partidos políticos, aun antes de haber gestado siquiera las reglas propicias para la construcción democrática. La mayor parte de los analistas ha preferido ver ese hecho como un efecto de los errores cometidos por los líderes partidarios, y de su incapacidad para cobijar las demandas de una buena parte de la sociedad civil de Occidente. Puede ser que así sea. Pero sigo pensando que en México, al menos parcialmente, las cosas han ocurrido al revés: es mucho más fácil hacer política desde una ONG, que asumir la responsabilidad de militar en uno de los partidos. Y además es más cómodo, pues se puede hacer y decir casi cualquier cosa, sin afrontar la responsabilidad que sí pesa sobre los partidos.
Por otra parte, sin embargo, también es innegable que el complicadísimo proceso de apertura y reconfección de las reglas electorales ha sido, por decir lo menos, desalentador para la participación partidaria. Si bien la sociedad mexicana se volcó a las urnas en agosto de 1994 para producir las elecciones más concurridas de toda la historia, la verdad es que después de esos comicios hubo una sucesión de baldes de agua fría que cayeron sobre el entusiasmo democrático que se había despertado en aquel año. No sólo por el famoso ``error de diciembre'' y su lamentable secuela, sino porque las dirigencias partidarias volvieron al estira y afloja de las negociaciones secretas e interminables, hasta el punto de generar la sensación de que la única democracia posible era la que se estaba arreglando entre cinco personas reunidas alrededor de una mesa, como siempre en nuestra cultura autoritaria ya acostumbrada a esos trances, sin que lograran convencernos acerca de los alcances de su representatividad, por encima de formalismos. De cualquier modo se habría avanzado mucho si hubiesen llegado entonces a las decisiones que la sociedad ya había reclamado con creces. Pero el caso es que no llegaron ni entonces ni ahora.
Mientras los partidos se ponen de acuerdo, sin embargo, las organizaciones que no se declaran afiliadas a ninguno de ellos avanzan cada vez más. Hoy ocupan ya las primeras planas de los diarios con mucha más frecuencia que los líderes partidarios, e incluso están reclamando la posibilidad de participar en los procesos electorales de manera independiente. Palabra muy prestigiosa que significa: al margen de las restricciones y de la responsabilidad que supone la militancia en un partido político previamente constituido. Es decir, son organizaciones que le están tomando la plaza al debate público y que están empujando firmemente hacia la desafección partidaria, mientras se colocan en las posiciones estratégicas suficientes para ir accediendo al poder. De modo que si en un primer momento fueron una más de las señas sociales que indican la necesidad de construir una vida democrática plena para conjurar el riesgo de una involución tan caótica como autoritaria, en los últimos meses se han convertido, paradójicamente, en uno más de los obstáculos para consolidar las reglas nuevas de la competencia abierta y equitativa por el poder. Para decirlo en dos palabras: esas organizaciones le han declarado la guerra a los partidos políticos, y éstos están respondiendo con la misma moneda, tratando de cerrar todas las puertas.
No obstante, el juego no está en un nuevo planteamiento de argucias para derrotar a los adversarios y colarse por las rendijas hacia el poder, sino en el criterio básico de la responsabilidad política. Si lo que diferencia a los partidos de las Organizaciones No Partidarias (ONP) es justamente la carga de responsabilidad que pesa sobre los primeros, y la libertad de actuación de la que gozan las segundas, la clave no debiera estar en reprochárselos mientras se les da con la puerta en la nariz, sino en permitirles la entrada al juego político responsable: en exigirles que actúen como les plazca, pero sobre la base de un registro que acredite sus verdaderos propósitos ante sí mismas y ante el resto de los mexicanos, y mediante un procedimiento que permita hacer transparente el origen y el destino de los dineros que emplean para hacer la política que les gusta. Hacer públicos los asuntos públicos, dice Bobbio, es una de las claves de la democracia. Y éste es, sin lugar a dudas, uno de los asuntos públicos de mayor importancia para el futuro inmediato de México.