Hermann Bellinghausen
Retratista

Va por la calle y se fija en las cosas menos notables, por el color. Un muro desportillado y decrépito, encalado con un particular tipo de blanco, puede atraer más su atención que una jacaranda estallada que llene ramas y asfalto con sus chispas naranja ruidoso. Antes creía ser corta, muy corta de vista.

Cuando visita una residencia de notable arquitectura (y ama la arquitectura), historia digna de ser escuchada, o la llenan objetos o personas deveras interesantes, es capaz de dedicar una larga, meticulosa observación a la forma en que una hierba salvaje brota de los escalones de la zotehuela y proyecta una sombra doble como si obedeciera a dos soles, sin enterarse de la presencia de alguien famoso o hermoso o interesante o memorablemente repulsivo, ni del Picasso Tiépolo que preside la sala.

Como tantos pintores, se clava en la textura de los objetos más deleznables, o encuentra proporciones áureas en las ramas de los árboles contra el cielo de la tarde. Le gusta mirar de cerca, de preferencia sin que nadie le dé explicaciones. Detesta las visitas guiadas, sólo cree en sus percepciones (que son primarias: vista y tacto). Carece de pensamiento anecdótico. Si relata un episodio, se pierde en la piel de las manos de alguno, o la luz Vermeer que pegaba de lado al protagonista de una historia que nunca cuenta a cabalidad, la deja en atmósferas, iluminaciones; o describe la combinación errónea de ropas de quien podía estar diciendo una frase histórica en ese preciso instante.

A quienes no la conocen y la escuchan, pueden darles ganas de matarla, y si se burlan o hacen algún reclamo sobre su confusa conversación, ella los mira un segundo y eso es todo. No discute ni se justifica ni cambia el hilo de su atmosférico relato. La opinión del inconforme la tiene sin cuidado, aunque después resulte que se trataba del doctor nosequé del Instituto de Investigaciones Estéticas o algo así.

Cuenta que de joven la inseguridad podía devorarle las reuniones, permanecía callada y si abría la boca, quedaba convencida de estar diciendo tonterías lo cual muy pocas veces debía ser cierto.

Ahora que es mayor, hablar o no la tiene sin cuidado. Habla si quiere. Mira y pinta y vuelve a mirar. Conserva su abrasadora capacidad de inconformarse con lo que hace, pero ha aprendido a ser generosa consigo y ya no se abisma en reproches de autorrechazo. Sin declaración de principios, en su horizonte están los lienzos, los cuadernos Guarro, los colorantes plásticos, óleos, lápices, polvos finísimos, y descarga la inventiva en mirar trabajadamente en ellos y darnos a mirar sus trazos, sus hallazgos cromáticos, la hondura o levedad de sus retratos tan precisos.

Sus cuadros carecen de cuento. Si pinta un Cristo en dificultades, se refiere a la sangre, a los tablones de la tortura. Si la escena es un desayuno sobre la hierba (tiene varios, y en todos parece recibir una influencia por error: sus desayunantes, sus prados, son herederos matemáticos de Cézzane, sin el sosiego Renoir, Manet, Poussin, y las bocas de una violencia roja o lívida que dejan a Bacon para el desayuno, borrador de Goya, y ella la detonadora de una bomba de lipstick molotov para besar a dentelladas).

Todos cuentan que a los 50 años aún era capaz de seducir y enloquecer a jóvenes treinta y más años menores que ella, de cualesquiera sexo y condición social o ``cultural''. Pero no lo hacía. Domó su animalidad libertina mucho tiempo antes, sin abandono jamás de la satisfacción a placer. La conocí cuando pasaba los 60 años y me hubiera enamorado de su fresca hermosura y me hubiera quedado a vivir con ella. Yo era joven. Ah, qué joven era entonces. Y no me inclinaba por los romances otoñales; nunca ha sido esa mi línea. Me hizo su amigo.

En ciertos medios de artistas es respetada, admirada y envidiada, comilfó, pero el público no la conoce. (Qué es, y dónde se encuentra el público?) En ocasiones accede a tener aprendices o impartir cursos en el instituto de artes de la ciudad, pero tan esporádicamente como las exposiciones que se permite, forzada, casi secuestrada por sus amigos pintores, críticos o galeros.

Trabaja despacio. Eso sí, desde la juventud; hay cosas que no cambian. Doblega durante semanas las figuraciones de sus cuadros en la lucha con ``el ángel'', como denomina ella a sus demonios. Invariablemente, el resultado posee una densidad inaudita. Su secreto consiste en que acepta los colores, no les pone ningún elemento imaginario o aleatorio, y su búsqueda de fidelidad al modelo, que hizo su juventud tan angustiosa, en la obra de madurez ha permitido una firmeza tal, que lo que parece imaginario o copia es el modelo. Y eso que elige modelos (personas) de belleza fuerte y presencia definitiva, como ella misma. Tiene un ojo extraordinario para identificar en cualquier parte un rostro, un torso, una combinación de cuerpos vestidos o desnudos, dignos de todo. Los capta la misma pasión que pone en el muro blanco, desportillado, inaparente.

El poder de la realidad se traslada a sus cuadros, algo que para los espíritus huidizos resulta insoportable.

Aunque ya vivió las tres edades del ser humano, ha perdido la vista y la artritis le come las manos, trabaja con la vehemencia de una joven misionera y yo, sencillamente, no la imagino muriendo, ni siquiera enferma. Vamos, ni en reposo.

Creo que en vez de morir, cualquier día de estos se diluirá en las brochas y terminará untada como solución primaria en la plasta de un pedazo de la última de sus creaturas. Entraré a su estudio como acostumbro, la llamaré por su nombre sin obtener respuesta y viendo los botes secos, los pinceles sin limpiar y una mosca ahogada en el poso del café, sabré que se ha esfumado.

Enseguida, lo predecible. El público conocerá su obra, y habrá leyenda, negocio y ridículos homenajes oficiales en algún museo protegido por la naftalina, la burocracia y los vigilantes de la entrada. Misere!, como decía Tintin.