En la esfera política de la permanencia de más de 65 años de un mismo partido en los principales espacios del poder significativamente la Presidencia de la República, las gubernaturas y las senadurías (hoy no todas)la alternancia ha asumido para algunos actores el carácter de urgencia, de imperativo.
En momentos en los que parece avanzar una visión que hace de la alternancia un desideratum, vale la pena aportar elementos a la reflexión. En mi opinión hay al menos tres falacias en torno a la visión de la alternancia que se alienta desde algunos espacios políticos: 1) que es en sí misma una expresión de la democracia; 2) que implica necesariamente un cambio, y 3) que garantiza tiempos mejores.
En cuanto a lo primero bastaría recordar alguno de los episodios en los que severas disputas políticas condujeron ciertamente a alternancias, pero vulneraron el ejercicio democrático. En segundo término, habría que decir que la posibilidad de optar por una u otra organización, a veces entraña tomar decisiones tan radicales y extremas como las que plantea la guerra de las colas (es decir, decidir entre pepsi y coca). En tercer lugar, como lo evidencia la historia universal, no todo cambio es constructivo, hay cambios que siendo verdaderos sólo han llevado retroceso y frustración para el pueblo.
Lo que es democrático per se no es la alternancia, sino el respeto a la voluntad ciudadana en los procesos decisionales y ésa voluntad puede decidir llevar a un partido de oposición al poder o confirmar al que lo ejerce. Cualquiera que sea la voluntad popular (cambiar o confirmar), será una expresión democrática. La democracia entraña, pues, la posibilidad de alternancia pero también, con igual fuerza, la de permanencia (con status quo o con cambio, como ocurrió).
El problema, entonces, no está en la alternancia, sino en la persistencia, en el México de fin de siglo pero, sobre todo, en algunos espacios regionales, de leyes y usos antidemocráticos para elegir a los representantes populares y tomar las decisiones políticas, lo que deslegitima el ejercicio del poder, dificulta la aceptación de los resultados de las contiendas electorales, de las decisiones de las autoridades y lleva, con frecuencia, a serios conflictos.
Por eso nadie sensato puede desestimar la urgencia de avanzar sólida y resueltamente en el perfeccionamiento de lo que en la teoría política se ha dado en llamar la ``democracia formal'', es decir el método o conjunto de reglas procesales para la constitución de gobierno y para la formación de las decisiones políticas.
Sin embargo, en México algunos han pretendido confundir a esa ``democracia formal'' con la alternancia en el poder. Es cierto, no puede existir democracia si los mecanismos establecidos para competir por el poder cierran la posibilidad de que las minorías puedan transformarse en mayorías y si no existen para los electores, al menos, dos alternativas verdaderas.
Por eso hoy es tan válida la exigencia de avanzar en el perfeccionamiento y en el respeto de las normas para elegir a los representantes del pueblo. Pero de lo anterior no se sigue que sólo con la derrota del partido que ostenta la mayoría se instaure la democracia. La democracia implica la posibilidad de que exista la alternancia, pero sólo si la ciudadanía así lo decide mediante su voto.
Además, vale precisarlo, esa ``democracia formal'' es sólo el primer paso para alcanzar la democracia ``sustancial'' (Bobbio), que implica ``un cierto conjunto de fines como lo es, sobre todo, el fin de la igualdad no solamente jurídica sino también social cuando no económica...''.
De qué le serviría a México la alternancia en el poder, si quienes lo conquistaran no se comprometieran con las necesidades y anhelos del pueblo.
Hablar de democracia remite a la concepción del artículo 3o. constitucional, que la entiende ''...no solamente como una estructura jurídica y un régimen político, sino como un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo''.
La reforma política-electoral que se avecina, y que ha sido alimentada por la sociedad, por el compromiso de los partidos más representativos y por la irrupción de nuevos actores que reclaman una integración real a la cosa pública, tiene que arrumbar viejas prácticas y poner el sistema electoral al orden de nuestro tiempo.
El marco legal de las elecciones debe garantizar equidad entre los participantes, transparencia, credibilidad... Sólo así se construye la legitimidad.
Al analizar la construcción democrática, importa ubicarnos en la definición de nuestra Carta Magna, para no caer en el expediente fácil de empobrecerla según la conveniencia política de partidos, haciéndola aparecer como sinónimo de alternancia.