En 1962 la conferencia de la Organización de Estados Americanos (OEA), en Punta del Este, por mayoría aplastante con la honrosa excepción de México, adoptó una ignominiosa resolución: expulsar o suspender a Cuba como país miembro de esa organización regional. Para darle fundamento ideológico a esa decisión se formuló la tesis de la incompatibilidad del marxismo con la democracia panamericana. Lo decisivo, sin embargo, fue la determinación estadunidense de asfixiar en su cuna a la recién nacida Revolución Cubana, y la docilidad de la mayoría de los gobiernos del subcontinente. Se había iniciado el prolongado bloqueo para doblegar la voluntad del pueblo cubano de decidir libremente su propio destino.
A lo largo de tres décadas los gobiernos de Estados Unidos, republicanos o demócratas, no han abandonado ni un solo momento su propósito de acabar con el régimen cubano nacido de la revolución iniciada en 1959. Arrogándose el derecho a intervenir en los asuntos internos de la Isla, y a nombre de la democracia y el libre mercado ha hecho todo para conseguir su objetivo; han sido más de 30 años de conspiración permamente contra el gobierno y el sistema de ese país del Caribe, a ciencia y paciencia de la mayoría de los gobiernos latinoamericanos.
Si hasta fines de 1991 cuando la desaparición de la Unión Soviética el acoso permanente contra Cuba se explicaba como parte de la guerra fría, en los años recientes quedó claro que sólo es intervencionismo desvergonzado e injustificable, ajeno al derecho internacional y a los principios de no intervención y autodeterminación de los pueblos.
La cínicamente llamada ``Ley de la libertad y solidaridad democrática con Cuba'', mejor conocida como Helms-Burton, es apenas un episodio más de la larga cadena de acciones del gobierno estadunidense contra Cuba. Sólo que ahora los representantes republicanos y el presidente demócrata fueron muy lejos y han provocado una reacción casi unánime en contra de sus aliados, amigos y socios, lo mismo en América Latina que en Europa y Asia.
En el caso de México, por motivaciones diferentes, gobierno, partidos políticos, empresarios y la Iglesia católica, más allá de sus diferencias, han coincidido en el rechazo a esa ley con aspiraciones de extraterritorialidad. En buena hora, porque de aceptarse sería un grave precedente y llevaría hasta el extremo las tendencias que dentro y fuera del gobierno y a nombre de la globalización, coquetean con la idea de la soberanía limitada.
La ley Helms-Burton está concebida como un otro apretón de tuercas encaminado a obstaculizar el nuevo curso de la economía cubana, con la vana esperanza de que provoque la caída del gobierno de Fidel Castro. Pero no sólo. Es también un ominoso mensaje a todo el mundo de que Estados Unidos toma para sí el derecho de decidir cómo se comercia y con quién en el mundo. Hoy se legisla para apretar el cerco sobre Cuba; de aceptarse, mañana se haría contra cualquier otro país.
Con la Helms-Burton, Estados Unidos vulnera el derecho internacional y atenta contra la soberanía de los países, pero lo que es más grave y contraproducente para él: se afectan o al menos se amenazan intereses contantes y sonantes de las burguesías de todos los países; se cuestiona la sacrosanta libertad del capital para ir donde le plazca, donde obtenga ganancias.
Eso explica la reacción generalizada y hasta cierto punto sorprendente de los gobernantes mexicanos y empresarios, contra la mencionada ley. Pese a la indudable identidad ideológica del presidente Zedillo y sus hombres más cercanos con el gobierno de Estados Unidos, se han rebelado contra la Helms-Burton, y junto con el gobierno canadiense encabezaron el cuestionamiento de la OEA contra la mencionada ley. Pero deberán abandonar cualquier ilusión en que esta contradicción con el gobierno de Washington pueden resolverse fácilmente. Porque lo que está en juego no son únicamente los intereses concretos de los empresarios mexicanos que comercian con Cuba o tienen inversiones en ese país, sino la vigencia o no de principios capitales como los de autodeterminación de los pueblos y de no intervención en los asuntos internos de otros países.
Treinta y cuatro años después de aquella decisión de la OEA, en medio de enormes dificultades Cuba mantiene su soberanía e independencia, el gobierno de Washington no abandona su conducta prepotente, pero hoy es más difícil que imponga sus decisiones imperiales.