No sólo la conciencia aislada del lector de periódico y el videoespectador y la dosis potencial de explosividad en los medios masivos: más que información dadme una imagen y haré de la bola de mirones un pueblo hecho y derecho con exigencias de historia, mitos de trascendencia y repetidas crisis económicas. ¿De verdad había un águila parada en un nopal devorando una serpiente? Seguro que sí. Al menos desde Zacatecas en la entonces frontera norte de Mesoamérica habrán comenzado a ver los originarios mexicas la imagen fundacional repetida en cuervos y lagartijas, gavilanes y conejos, zopilotes y carroña prehispánica. Pero aquí en la tierra prometida había además un lago, una isla, unos volcanes nevados y el aire más transparente que se haya concebido: qué diera uno por ver una foto de ese contexto primigenio.
Engullida la reptante presa y una vez estampado el acto en el escudo nacional, el águila extendió sus alas y echó a volar en el tercio central de la enseña patria: alas desplegadas al brillante porvenir (entre la verde esperanza y la sangre roja de los vivos): alas abiertas a un mundo lleno de águilas (reales, marinas, bicéfalas, negras): alas que yo me doy, como el eslogan de los famosos cigarros aviadores. En los tempranos veinte de este siglo volvió a posarse el ave en el cactus legendario: águila de perfil y ya no de pecho, y en esta imagen a su vez se posó la identidad de un pueblo entre los pueblos, el nuevo México que salía como surtidor en los agujeros abiertos por la primera revolución del siglo. Redoble de tambor.
Los años pasan y las imágenes van reflejando el cambio de los tiempos. En cuanto a la Virgen de Guadalupe, asunto tan recalentado en estos días, la actualización tiene que ver no con alteraciones del divino trazo o la santa postura sino con la masificación y el uso vario: se refunda el mito en camisetas y llaveros, tatuajes, hologramas y chamarras de cuero, representaciones popmodernas y cotizados estandartes auténticos, bolas de cristal con polvo dorado, tarjetas postales, polaroids ambulantes, aretes, dijes, rótulos, espejos de pesera, calendarios. ¿Se le apareció la Virgen a Juan Diego? De seguro que sí. Desde la Villa de la Verdadera Cruz, la entonces frontera puntual del Viejo con el Nuevo mundos, esa imagen la han venido encontrando los nuevos mexicanos por todas partes y en todos los momentos. ¿Un alivio liberarse del terrorífico Mictlantecuhtli? Brazos protectores si bien un tono edípico. Juan Diego como el soldado desconocido: en la iglesia de Tlatelolco está la pila donde lo bautizaron, se encuentre o no y con o sin razón vestigio histórico alguno de que el hoy beatificado indígena hubiese alguna vez existido.
Para Régis Debray la mirada occidental ha cursado tres edades, la mágica, la artística y la económica, y le adscribe a cada cual una secuencia cronológica lineal de aparición, apogeo y debacle un poco como las etapas de crecimiento infantil (la primera tiene su origen en las primeras esculturas y la pintura cavernaria, da paso a la segunda a partir de la invención de la imprenta y estaríamos comenzando la tercera, llamada videosfera). Si así es, en México desde luego coexisten las tres con una intensidad que no tiene tal vez parangón en el mundo contemporáneo: llegan a coincidir en una sola persona. Lo sagrado, lo natural y el artefacto inventado comparten un mismo cuerpo y entonces la misma imagen es a la vez ídolo, obra de arte y mercancía barata (da igual si es carísima). Lo original es que para los diferentes mexicanos no hay contradicción en ello y admiten representar el terco misterio de la vida en la figura de un Juandieguito Infante de hinojos en el Tepeyac, el rostro iluminado por los efectos especiales de tamaña luminaria de los cielos. No hay que mirar cinco siglos atrás: la confirmación histórica en disputa es una imagen ubicua y un mirón con múltiples lecturas simultáneas. Esto si se puede estampar, como el águila en la bandera, en un video.