Stare putes, adeo procedunt tempora tarde,/ et peragit lentis passibus annus iter. (Tan tardo avanzan los tiempos que juzgas se paran/ y el año cumple su viaje con pasos lentos.) Ovidio: Las Tristes
Las ciudades habrían adquirido costumbres apocalípticas, y habría días que parecieran el último del mundo, mientras otros no tanto. Una tendencia general convertiría la antigua sensación del paso del tiempo en un presente congelado, o por lo menos persistente. Quién sabe por qué la duda, si el mundo llega siempre a los años por venir. La idea del "último día'' es tan antigua como la humanidad, y para entonces lo sería más.)La manzana del pecho oprime el aliento de Misael, cada mañana amanecido al presente y sin otra parte a donde ir. Imágenes, imágenes veloces y perdidas. Una sucesión posterior al vértigo de las superposiciones. Una rabiosa simultaneidad de presencias que Misael se esfuerza en distinguir le pone a rebotar la memoria como canica que cae de una escalera interminable: su sonido vidrioso y su destello blanco en las parábolas que traza en las esquinas del aire.
La conoció uno de esos últimos días, donde el frenesí de la gente rebosando las calles tenía un fuerte aroma de desesperación. Habían llegado a ser indistinguibles las celebraciones de las protestas, las peleas de los bailes, los llantos colectivos de la algarabía patriótica, religiosa, deportiva.
La conoció y perdió el mismo día.
Una cinta de cuentas ambarinas le rodeaba la cabeza de un deliberado aire de gitana. La gente de la época se ponía aretes en cualquier parte del rostro, incluso el pecho o el ombligo, y se tatuaban muchos hombros, brazos, tobillos, nalgas. Para mostrar.
Ella no. Ella nada. Su piel no conocía otra pintura que la del sol y no había agregado orificios al modelo original. Venía de esa misma ciudad, como Misael, pero ninguno de los dos lo notó al principio. Su primer cruce de aire fue entre extranjeros.
Alguien escupió gasolina con fuego allí cerca, en el crucero, enmedio de un aplauso de cláxones vehementes. En el momento del flamazo se miraron. Los ojos negros de ella y los ojos negros de él reflejaron el aliento del dragón iluminado.
Casina y Misael.
Pero no. Los nombres no fue lo primero que se dijeron. Ya habían identificado la soledad rotunda del otro. Su invisibilidad silenciosa en un espacio saturado de acontecimientos, el robo, la intimidación sexual, la compraventa, la limosna, las buenas tardes y el quítate gey. Quién sabe qué celebraban en aquella ocasión los miles de individuos, pero ondeaban banderas de reclamación, gritos airados, miles, y los policías parecían nerviosos bajo casco y tras escudo.
Casina sonrió antes que él. Misael nunca es el primero en sonreír.
Quieres ir a otra parte, verdad?Eso preguntó Casina. El dijo sí con media sonrisa y un casi inaudible resoplido.
Ven y le tendió la mano. Misael, sin tomarla, la tocó. Qué suaves se sintieron los dos. Conforme caminaban la calle lateral alejándose de la avenida, la multitud fue adelgazando hasta callarse y desaparecer.
Una ocasión radiante. Sol por todos lados. Brotaba luz de los muros, de las plantas, de los carros estacionados. Un correteo de sombras trazaba la calle. Se felicitaban de dejar atrás el apocalipsis del día, y ella le contó lo que había aprendido de Casiopea y Antares últimamente. ``Inclinación por las estrellas'', registró él. Se detuvo Casina ante un pasillo que se abría como grieta entre dos viejos edificios.
Aquí.
Telarañas de polvo, una porosidad del cascajo, una cierta oscuridad. Como les pasa los locos, y a él con frecuencia, una mística voz le sonó dentro de la cabeza, un estruendo de kilovatios robustos. Pensó que ella, que caminaba delante de él, se la transmitía del pensamiento.
Compartían el don de leer los pensamientos de otros, y ellos estaban hechos del mismo idioma. Pronto lo había notado Misael.
No caminaban despacio ni aprisa, una agilidad uniforme los libraba de obstáculos a través del burdo pasadizo.
Apenas cabían. Sus hombros en fila rozaban los muros de cal. El pasaje desembocaba en un pequeño patio, y ahí unas escaleras de hierro serpenteaban los muros de ladrillo desnudo, típicos de traspatio. La aceptación mutua era tan sorpresiva que no encontraban palabras. Subieron tres pisos sin dejar de hablar, tanteando, y ante una puerta que no era tal, sólo una cortina púrpura, ella practicó un pase de brazos y la descorrió para que él sintiera entrar.
Una penumbra áurea y sedosa atrajo a Misael hasta el fondo de una habitación rectangular, a un amontonamiento de telones, cortinas y toldos, y allí, casi en persistente silencio, Casina lo visitó una y otra vez, al tintineo de su cinta ambarina y nada más, en un intercambio de axilas fuertes, bocas en juego, avidez lánguida y duradera. Misael visitaba una y otra vez, la misma vez, el cuerpo de Casina y se iba, olvidado de sí. Una alegre tristeza llenaba de ojos negros, brillantes, la canica de la escalera, la vidriosa humedad de quienes no duermen y saben, y ruedan abajo.
Le gustó mirarla sin testigos, ilustrarse en nuevos límites, más retirados del centro u ombligo, sentir su movimiento.
Casina le mordisqueó el labio inferior con dientes suaves y feroces como el ámbar, y saltó una chispa. Fue un acto de prestidigitación que supuestamente no iba a ocurrir. Un andamiaje de pocas palabras, ninguna de las cuales dijo adiós.
Misael volvió a la calle cuando amanecía otro día y se alejó para olvidar por siempre jamás, según él.
Ahora que continúa en un tiempo distinto, uno donde todo parece pérdida, la dura manzana le abandona al fin el pecho y lo libera del olvido de Casina. Rueda.