La Jornada Semanal, 9 de junio de 1996
El 6 de mayo, en su muy leída columna que aparece en la
sección "Cultura y Espectáculos" de este
periódico, Teresa del Conde señaló la importancia
del pintor alemán Anselm Kiefer (Donaueshingen, Alemania, 1945)
en el arte de esta época; habló, asimismo, de la
receptividad que la obra de éste logró entre un nutrido
grupo de autores jóvenes pertenecientes a la escena mexicana, y
de otros aspectos simbólicos que registran los cuadros. Esas
contextualizaciones eximen a esta nota de volver sobre dichos temas.
Las obras de Kiefer que integraron la colectiva Origen y visión, nueva pintura alemana, presentada en 1985 en el Museo de Arte Moderno de esta ciudad resaltaban por una condición: mientras la gran mayoría de los artistas expuestos practicaba un intenso y hasta ese momento inusual modo (atiéndase que digo modo) de desarmar tanto la puesta de la pintura en sí como la ubicación de los elementos figurativos en el espacio del cuadro, Kiefer trabajaba otro tipo de imagen, en cierto grado desfasada de los demás. Inserto, como sus compañeros de exposición, en la tendencia neoexpresionista alemana que, mediante los rasgos citados, reprocesó hasta el paroxismo el primer expresionismo, reactualizando la reserva de imágenes desde los contenidos Kiefer introducía la representación de manera más ordenada y, por lo tanto, más clásica. Dentro de ese esquema, asimismo, retomaba el paisaje. Y esa apertura hacia el paisaje en medio de tanto caos propositivo, así como de tanto escamoteo a los entornos naturales cuando éstos eran convocados al interior del cuadro llamaba notoriamente la atención.
Dos años después, en la Bienal de San Pablo de 1987, la obra de Anselm Kiefer fue la más fuerte e impactante, la mejor, en suma, de todo el evento. Cuatro inmensos bastidores y una escultura ocupaban un gran espacio cerrado. Sus títulos y medidas: Las mujeres de la Revolución (330 x 650 cm), Derramamiento (260 x 330 cm), La Vía Láctea (380 x 560 cm), Mesopotamia (330 x 560 cm), Paleta con asas (250 x 700 x 140 cm). Las obras del artista, que componen su exposición individual, inaugurada por el Centro Cultural de Arte Contemporáneo de México en marzo pasado, poseen medidas similares. Los tamaños gigantescos son un aporte de la transvanguardia italiana, del neoexpresionismo germánico y de sus correlatos en USA a la estética visual de las últimas décadas. Conllevan, entre sus múltiples significados, el de establecer un vínculo con las grandes obras de los siglos pasados guardadas en los museos; algo así como decir: en la era del mercado y del cuestionamiento al carácter estático de éstos, nosotros realizamos un giro no exento de ironía y recuperamos los grandes formatos, amplificándolos, en relación con la proporción enorme del valor que han adquirido tales instituciones. En el caso de Kiefer y de otros alemanes que se hicieron conocer durante la década de los ochenta Jörg Immendorff, por ejemplo otros resortes actúan visiblemente: la necesidad de expandir al máximo las imágenes como un modo de estar a tono con los aspectos de la realidad relevados en su seno; como si la representación simbólica de los mismos debiera contener un aliento épico dirimido en la inmensidad de tales núcleos figurados. A esas cuestiones también se agrega una parangonable tensión épica propia del espíritu alemán; épica capaz de producir grandes tragedias, si se recuerda que el nazismo fue una de las más grotescas y criminales tragedias de la historia del mundo y la mención acá responde al hecho de que la segunda guerra mundiales uno de los temas de Anselm Kiefer. (A propósito, la muestra itinerante Origen y visión se realizó en 1984.) Frente a sus cuadros, un espectador que no conociera lo que en el terreno político-social venía gestándose, bien podía preguntarse: qué está pasando en Alemania si sus artistas pintan motivos tan agónicos y desesperados? Cinco años después, el 9 de noviembre de 1989, cayó el Muro de Berlín.
(Otra digresión se hace pertinente: parece mentira, pero muchos discuten todavía la ya anacrónica polaridad entre la autorreferencialidad de la obra de arte y sus posibilidades representadoras. El arte abstracto se repliega en sí mismo colocando a sus substratos referenciales en una sutilísima y prolongada cadena de mediatizaciones. El no-abstracto también conoce ese repliegue, pero atestigua la realidad exterior y guarda simultáneamente una inquebrantable autonomía formal.)
Los hechos de la historia pasada y reciente constituyen un enclave decisivo en la obra de Kiefer: Mujeres de la Revolución toma seguramente su título del libro homónimo de Jules Michelet publicado en 1854 época: la Revolución francesa; pero es probable que los paradigmas del pasado encuentren en el caudal analógico del artista sus resonancias con otros más actuales. Lo cierto es que sobre dicho bastidor, de color gris bastante homogéneo, se extiende una serie de marcos vacíos, en alusión a la ausencia de las mujeres que debían ser retratadas en ellos; en su lugar, a modo de delicado homenaje, hay algunas hojas amarillas (desde esta nota se lee que esos 17 cuadros desnudos aluden a miles de muertas y muertos, de la gesta francesa hasta la actualidad).
Pintados después de su estadía en México (1991), entre los cuadros que Kiefer exhibe ahora en el Centro de Arte Contemporáneo hay una enorme pirámide (La bula de oro, 1995) y otro que recuerda la matanza de Tlatelolco en 1968 (Plaza de Tlatelolco, 1995). Se trata, este último, de un desolado y agreste paisaje con una figura cadavérica suspendida en el aire y, sobre el suelo lodoso que parece descubrir el fondo lacustre, un hueso y el mapa de nuestro país. La mayoría de las obras expuestas recrea ámbitos exteriores, al igual que los otros tres bastidores de la XIX Bienal de San Pablo. En aquéllos, sobre todo en Derramamiento, de 1986, y La Vía Láctea, de 1985-87, la alusión a los campos de concentración hitlerianos es absolutamente evidente. La Vía Láctea, incluso, por su mismo nombre y con su campiña plagada de matas secas de junco pegadas sobre el lienzo, extendiéndose hacia el límite del horizonte, y dos alambres que cruzan transversalmente toda la tela, resulta de una amarga ironía, también impresa en el dramático paisaje de Derramamiento. Es clara la operación por contraste: si en general el horizonte abierto y el paisaje remiten a la libertad de la naturaleza, en este caso obviamente hablan de la opresión y de los crímenes.
Anselm Kiefer, pintor de su época, recupera para ésta la representación del paisaje uno de sus aportes más nítidos sin demasiadas controversias y, al hacerlo, acciona una suerte de sincretismo mediante el cual sus naturalezas incorporan los procedimientos del land art y del arte objeto. Después de décadas de mayoritario cuestionamiento a la reproducción verosímil, el autor germánico reinstala cierto ilusionismo, combinándolo con elementos propios de aquellas vertientes que contribuyeron a poner en crisis a aquél. Porque, en sus obras, la figuración nace no sólo de los mecanismos intrínsecos y tradicionalessino también de la gruesa densidad matérica y de la agregación del objeto real y concreto pegado a las superficies.
Para concluir: Kiefer, que ha hecho de la reflexión sobre el nazismo uno de los motivos centrales en su producción, estudió dos años con Joseph Beuys. Junto a Marcel Duchamp por algunas razones en común y otras diferentes, Beuys es figura rectora de este siglo. Sin embargo, se ha hablado mucho de su extraordinaria obra pero se ha debatido poco o nada en Latinoamérica por lo menos sobre su participación en el nazismo (fue un convencido miembro del SS y aviador del ejército). No ha pasado lo mismo con otros autores: de las ideas fascistas de Jean Genet o de Ezra Pound sí se habló, se escribió, se discutió: qué sucede? Es que sólo en el campo de la literatura es factible el deslindamiento y cruce de opiniones en cuanto a los valores y actividades ético-políticas de sus miembros? O es que el análisis, la polémica e, insisto, el deslinde, fueron condición de las vanguardias y ya no lo son en este declinante fin de siglo?