Carlos Bonfil
Pena de muerte

Escrita y dirigida por el actor Tim Robbins, Pena de muerte (Dead man walking), es adaptación de la novela homónima de Helen Prejean, monja católica y trabajadora social en un barrio pobre de Nueva Orleáns, que aceptó visitar en la cárcel y asistir espiritualmente a Matthew Poncelet, un hombre acusado del crimen de dos adolescentes, Walter Delacroix y Hope Percy, y de la violación de la joven Hope. De manera muy inconvincente, Matthew alega inocencia y descarga la responsabilidad del crimen sobre un compañero suyo, Carl Vitello; la hermana Prejean intentará, pese a todo, obtener la conmutación de la pena de muerte.

Este planteamiento inicial parece anunciar un drama de tribunales donde un abogado brillante defiende una causa perdida (al estilo de Charles Laughton en Testigo de cargo, Wilder, 57), o un alegato en contra de la pena de muerte, o un drama social con mensaje edificante, al estilo de Angeles con caras sucias (Curtiz, 39). Por suerte, Tim Robbins parece muy consciente del desbordamiento melodramático que puede provocar este tipo de trama, y consigue mantener un tono justo, al menos a lo largo de las tres primeras partes de la cinta. Tampoco incurre en la sociología instantánea (infancia desdichada, psicopatía en la madurez), o en los maniqueísmos que imponen la confrontación del vicio absoluto y la virtud inmaculada. Alejados de estereotipos, Matthew llega a mostrarse vulnerable e incluso ingenuo, y Helen Prejean tiene momentos esporádicos de frialdad y de soberbia. Las actuaciones estupendas de Susan Sarandon y Sean Penn impiden que la cinta naufrague en el esquematismo y la grandilocuencia. Más que la protesta de una conciencia liberal ultrajada, lo que parece interesar a Robbins es el dilema moral que se desprende de esta historia real, y aunque su reflexión se encuentra a años luz de la complejidad y sutileza de un Kieslowski (Decálogo 5: No matarás), también se mantiene a una distancia prudente del sentimentalismo y la crónica amarillista.

Tim Robbins demostró en su primera cinta, Bob Roberts jamás estrenada en México pero disponible en video (Blockbuster), que los políticos de ultraderecha podían simular ser simpáticos y agradables, y no parecerse a Jesse Helms, sino, aterradoramente, al vecino de enfrente. En Pena de muerte, lo inquietante es el rostro y la conducta banales del supuesto asesino Matthew Poncelet (Sean Penn). No es un Anibal Lecter (El silencio de los inocentes) ni un psicópata inteligente y culto, como el asesino en Seven. Matthew es un joven ordinario, el joven racista y fanfarrón posible ``hincha'' o skinhead capaz de defender a Hitler y banalizar el exterminio nazi con el mismo tipo de ignorancia, abulia o estupidez que le permite afirmar que las minorías raciales son culpables del desempleo de los blancos. El retrato que hace Tim Robbins del Matthew Poncelet de la novela de Helen Prejean, es así doblemente sugerente. Es, a su manera, un comentario sobre la fragilidad de la democracia en una sociedad crecientemente intolerante (trato discriminatorio a inmigrantes, persecuciones y linchamiento moral), y una mirada perspicaz al dilema al que se enfrenta la monja en su afán por conciliar su responsabilidad social y los reclamos de su misión espiritual. Aquí cabe señalar una de las limitaciones de la cinta. Si bien Robbins maneja con destreza a sus personajes centrales, cuando presenta las posturas morales de los padres afectados, elige soluciones fáciles y opone, sin matices, las opiniones ultraconservadoras y las seudoliberales. El estilo narrativo de Robbins se muestra todavía inseguro: al filmar una escena de arrepentimiento, se siente obligado a oponerle repetidamente, en flash-back y en blanco y negro, la escena del crimen en el estilo realista de A sangre fría (Brooks, 67). Qué tan necesario es insistir en el horror del crimen y la violación, cuando éste ha sido evidente desde los primeros diálogos? Por economía narrativa y por elegancia de estilo, Robbins podía haber sugerido más y mostrado un poco menos. Después de cintas como La que no quería morir (I want to live, Wise, 58), la irracionalidad y crueldad innecesaria de la pena capital podía convertirse fácilmente en el cliché favorito de los melodramas penitenciarios. Robbins evita el peligro al actualizar el tema y añadirle una consideración moral pertinente (la crítica de la intolerancia). Un esfuerzo notable por restituirle al melodrama hollywoodense algo de su nobleza perdida.