Llama la atención el que un funcionario estadunidense haya presentado como intervencionista sin usar precisamente ese término el acuerdo casi unánime de la Organización de Estados Amercanos (OEA) contrario a la ley Helms-Burton. Llama la atención, porque precisamente esa ley es la más reciente muestra de intervencionismo.
Esa ley sanciona a empresas de terceros países que comercien con Cuba, o inviertan en ella, bajo ciertas condiciones. Pretende imponerse, siendo una ley interna de Estados Unidos, a cuestiones que en todo caso están en el ámbito de las relaciones entre Inglaterra y Cuba, entre Canadá y Cuba, entre México y Cuba, etcétera... De por sí las medidas recientes y anteriores, aun si sólo afectaran a Cuba que no es el caso de ahora, serían intervencionistas al pretender imponer a un país las decisiones de otro. Con mayor razón lo es una medida que, de paso, pretende llevarse entre las patas a todo el que andaba pasando por allí. De ahí que, por primera vez en la historia de la OEA, al menos hasta donde tengo presente, haya habido una votación contraria a una medida adoptada en Estados Unidos, con el único voto en contra de la representación de este mismo país. Es más, incluso dentro de Estados Unidos, la línea del actual gobierno había sido de una mayor apertura en las relaciones con Cuba, y el viraje a firmar la citada ley, después de haberla criticado, fue reciente. El pretexto fue el derribo de naves que llegaron a Cuba a lanzar volantes, o algo así, pero el contexto muestra que el viraje no sólo se da en lo de Cuba, sino por ejemplo en el trato a los migrantes, y que todo ello se explica por la coyuntura electoral del vecino país. Ojalá que pasada esa coyuntura pueda volverse al cauce de una relación más respetuosa.
Para México y los mexicanos esta experiencia no sólo vale en la forma más inmediata y evidente, de buscar defenderse de los efectos de esa medida y evitar que se nos impongan directrices contrarias a nuestro propio interés, además de afectar a otros. Es obvio que esas medidas defensivas son correctas. Pero, además, es un hecho que la amenaza de esa ley, desde antes de que entre en vigor, ya logró que cediera Cementos Mexicanos (Cemex), cuarta empresa cementera del mundo. Vale la pena pensar un poco más sobre lo que hasta hace poco se consideraron verdades absolutas, tomando la globalización como pretexto para suprimir por lo menos algunas de las expresiones de nuestra identidad nacional.
Con el Tratado de Libre Comercio y otras acciones de apertura económica, se llegó a decir que la defensa de la identidad nacional debía confinarse a los planos de la cultura, del lenguaje y tal vez otros, porque la economía ya estaba globalizada y en ella no había nada que hacer al respecto. Experiencias como la presente deben motivarnos a reflexionar sobre esto.
No se trata de encerrarnos, como luego se dice como si fuera la única otra posibilidad, en una muralla china y aislarnos. Las murallas ahora se construyen desde el norte, en la frontera. Pero sí debemos comprender que nuestra economía y nuestra planta productiva deben depender, ante todo, de nuestro mercado interno. Ese mercado interno, cuando ha estado sano, ha sido incluso un gran atractivo para la inversión extranjera. Está bien exportar los excedentes, pero que la exportación no sea una fuente de dependencia, a través de la cual se nos imponga toda una política.
Una política económica que privilegia exclusivamente al sector exportador, mientras que el mercado interno sigue deprimido, no funciona en el mundo verdaderamente actual. Somos demasiados para ser un país maquilador, y no sólo en número de personas. Somos una nación demasiado integrada como tal, con una identidad demasiado sólida. Por un lado, 90 millones de mexicanos no vivimos de la maquila. Por otro, este país tiene una existencia propia, no sólo en lo social, en lo cultural, en lo político, sino también en lo económico. Cierto es que la apertura económica inmoderada ha terminado con miles de empresas, pero no ha anulado la existencia económica propia de este país.