De las diez personas que ocupaban el auditorio de cien, antes de que empezara mi conferencia sobre la biografía literaria hace un año, una abandonó la sala y otra estaba y permaneció dormida. Ante las restantes, una noche de lluvia en una isla cerca de Africa noroccidental, leí no sé cuántas cuartillas con el entusiasmo inalterable que me había dado encontrar y querer transmitir la belleza en y de los libros de los que hablaba. Mi tesis era, en pocas palabras, que es más perdurable una vida bien contada que una vida registrada con exactitud. Es decir, la literatura, el tratamiento literario, da más dimensiones a una vida que el registro de los datos y hechos exactos y completos que la conformaron.
Empezaba con Suetonio, el historiador latino del siglo II después de Cristo, y terminaba con Lytton Strachey, el biógrafo inglés muerto en los treintas de nuestro siglo. De momento no quiero releer mi conferencia para dar aquí señas más precisas de ella, pero sí lamentarme de no haber incluido entre sus páginas la Suite anglaise, de Julien Green, como uno de los ejemplos más claros de lo que pretendo sostener. Hay que oír a Green hablando de sus biografiados, la música de su espíritu alegre, la libertad, la simplicidad con que recorre las vidas de Johnson, Blake, Lamb, Charlotte Bronte, Hawthorne, para creerme; nunca tan bellas, nunca tan potentemente conmovedoras como contadas por él.
Tras mi conferencia, a uno de los asistentes le llamó la atención mi manera de pronunciar el nombre Suetonio; otro quiso saber en qué edición había yo leído precisamente a Suetonio; pero no tuve oportunidad de contar por qué no había incluido la Suite anglaise, ni de hacer suficiente énfasis en nada, en cosas tan deslumbrantes como que Plutarco fue el primero en considerar biografiables a héroes extranjeros para él, o sea latinos, y no sólo a sus paisanos los griegos; o el hecho de que empiece casi todas sus Vidas paralelas con la consigna de datos imprecisos y vacilantes acerca del origen de sus sujetos de análisis.
Y esta imprecisión cobra en mis lecturas un interés y una importancia crecientes, como de hecho los cobra en mis encuentros casuales en libros y con gente en la vida real. Así, y no tanto a manera de anticlímax como de simple experimento de aprendiz, propongo acto seguido tres casos biografiables.
Mary Jane Cannary, o Martha Jane Cannary, o Martha Jane Burke, pero Calamity Jane, es la autora del Diario o Cartas a la hija, o de la Vida y aventuras de Calamity Jane? Jane O'Neill o Jane Hickock, fue hija suya? En los años de la fiebre del oro, allá en el Lejano Oeste, huérfana o no, apareció una mujer que se quitaba el pan de la boca para dárselo a un minero, al mismo tiempo que cabalgaba un toro, blasfemaba y, de un tiro, le volaba los sesos a un contrincante. Era rubia, y se fue quedando ciega. Jugadora, bebedora, enfermera.
Existen algunas fotografías en que aparece vestida de mujer; pero en la mayoría su disfraz es de hombre. Fue amante de muchos hombres; hizo arrestar al asesino del hombre al que más amó, el único al que ella le fue siempre indiferente. ``Que me entierren junto a él'', pidió. Cuando descubrieron que era mujer, la expulsaron del ejército como la expulsaron de sus círculos las mujeres. Tras perder la vista, lo único que lamentaba era no poder volver a ver la fotografía de su hija a los cuatro años de edad, la que besaba y se llevaba al corazón todas las noches antes de dormir. Temeraria, sufragista avant-la-lettre, Calamity Jane. La veo en cantinas, bailando sobre la barra.Del otro lado de la barra del Bar Boadas, en una esquina que da a las Ramblas en Barcelona, hace cuatro semanas, en un gran vaso metálico María Dolores agita una bebida que, en un movimiento de malabarismo, arroja y vierte en otro vaso y de regreso, de una mano a la otra, sin dejar de sonreír. Rubia, bajita, sigue celebrando el aniversario sesenta del bar que heredó de su padre, un cubano, hijo de un catalán de Lloret del Mar y dueño, él también, de un bar. Las paredes de madera del pequeño Bar Boadas entre espejos están tapizadas de fotografías del padre de María Dolores y de caricaturas, firmadas, enmarcadas.
Mientras atiende a los clientes, que están de pie o sobre altos bancos, amontonados y contentos, María Dolores informa que su padre se resistió siempre a colgar fotografías suyas en las paredes del bar. ``El día que murió colgué la primera'', señala María Dolores; ``después de todo, este bar es obra suya''.
Obra del tiempo es la cantina El Portal, en la ciudad de Guatemala, frente al Palacio Nacional y entre pasillos atiborrados de comercios. Durante otra celebración, hace dos meses, uno de los comerciantes, una mujer también bajita, pero no rubia, ocupó la cabecera de una mesa larga en la cantina y habló de su hijo pintor hasta que alguien la interrumpió para incitarla a hablar de sí misma. ``Yo soy una mala escritora'', empezó. En su novela, narra la vida diaria de sus compañeros comerciantes, pero lo hace con tal realismo que cuando sus compañeros comerciantes leen el libro persiguen a su autora con ganas de matarla. ``Sólo conté la verdad'', afirma ella, que tuvo que vivir escondida mientras se calmaban las aguas.
Es una mujer interesante que da la impresión de ser ordinaria. Es una escritora intuitiva? Sabe más de lo que aparenta? Dice que es holgazana y que por eso, después de sufrir mientras alguna historia se gesta en ella lentamente, escribe a toda prisa, ``para después no tener nada que hacer''.