Jorge Alberto Manrique
El guadalupanismo mexicano

El título de este artículo es el mismo que lleva un famoso librito de Francisco de la Maza, que por cierto fue su tesis doctoral en la Facultad de Filosofía y Letras, publicado en 1953 y reeditado recientemente por el FCE. En él, De la Maza se ocupa del nacimiento y desarrollo del culto a la imagen de la Virgen de Guadalupe del Tepeyac en los siglos XVI, XVII y XVIII. Aunque el tema guadalupano ha fatigado las prensas desde mediados del siglo XVII, con la publicación del primer libro aparicionista del padre Juan Sánchez, es el trabajo de Francisco de la Maza el que inicia los modernos estudios sobre el tema del culto, en una tesitura moderna.

En los más de 40 años transcurridos, desde entonces han llovido obras que interpretan y reinterpretan el culto guadalupano, desde tonterías folletinescas con ovnis y extraterrestres hasta estudios muy serios, de historiadores de primer orden, no pocos de ellos escritos por no mexicanos (Lafaye, Baudot, Grutzinzki...). Puede decirse en general que la bibliografía de este medio siglo pasado sobre el tema tiende a ocuparse de los sentidos sincréticos del culto, de los aspectos culturales, de la complejidad del fenómeno histórico, más que del asunto propiamente de la aparición y la fijación de la imagen en el lienzo, que había sido la cuestión central en las publicaciones anteriores.

Hablar del tema de Nuestra Señora de Guadalupe en México siempre ha sido problemático y riesgoso. Díganlo si no las sombras de personajes tan destacados en la vida mexicana como fray Sevando Teresa de Mier, o la del gran historiador Joaquín García Icazbalceta. O apenas hace diez años el ataque al Museo de Arte Moderno por la sección de una muestra (Rolando de la Rosa) que incluía una imagen guadalupana.

El culto guadalupano en la historia de México es un fenómeno de una dimensión que rebasa cualquier otra cosa. Lo fue en tiempos novohispanos, lo fue durante la lucha de independencia, en el siglo pasado, en la Revolución y actualmente. Es desde luego un hecho conformante de lo que ha ido siendo históricamente el país.

Desde el punto de vista de las artes plásticas la riqueza de la iconografía guadalupana es también apabullante, pese a la limitación de que la imagen canónica no puede ser modificada como tal. Ernesto de la Torre ha reunido parte de esa iconografía, dos grandes exposiciones, una en el Centro Cultural Arte Contemporáneo, en México (1986, con la participación de artistas contemporáneos), y otra más reciente, en Guadalajara, han dado cuenta de ella. El tema es inagotable y ofrece cantidad de lecturas.

Muy recientemente un trabajo de Jaime Cuadriello se preguntaba, a través de la iconografía ''¿Quién pintó a la Guadalupana?'' (¿el Padre, el Hijo, el Espíritu, San Lucas, ella misma...?).

La Guadalupana es hoy tema constante de arte popular, como del arte de estampa y calendario, y lo es de artistas de altos vuelos (como lo mostró la exposición del CCAC a que aludí). Es también, muy marcadamente, tema de los artistas chicanos, con la diferencia, quizá, de que ellos manipulan la imagen --tan propia de su herencia cultural-- con una desenvoltura que no es tan común entre los mexicanos. Todo esto es así: la imagen está ligada, parece que ineluctablemente, a nuestra historia.

Pero de ahí a ciertas afirmaciones que han aparecido en la prensa a propósito de una entrevista que el abad de la Basílica, monseñor Schulenburg hizo a la revista italiana 30 Giorni (y que parece fueron distorsionadas) hay mucha diferencia. Muchos, e increíblemente algunos obispos, han declarado que dudar de la existencia histórica de Juan Diego era atacar a la fe católica. No es así, la fe católica es una cosa y otra la opinión sobre la aparición.

Se puede perfecta y ortodoxamente ser católico no siendo aparicionista, como fue el caso, por ejemplo, de Icazbalceta. O teniendo dudas sobre la existencia histórica de Juan Diego. Don Wilberto Jiménez Moreno, notable historiador, católico de corazón y guadalupano reconocía (en una alocución en la Academia de la Historia) que creía en el milagro, pero no en la fecha de 1531, muy difícil de sostener históricamente, sino en 1556, es decir diez años después de la supuesta muerte del ahora beato.

Se ha repetido en estos días que ''la existencia histórica de Juan Diego está probada documentalmente''. Y no es así. En todo caso está a discusión. Historiadores de la talla de Muñoz, en el siglo XVIII, Icazbalceta en el XIX, De la Maza y Edmundo O'Gorman en el XX, con los documentos en la mano, son de otra opinión.

Pero en todo caso --a menos que haya otro tipo de intereses en el asunto, como por ahí se dice-- ¿vale la pena, fuera de los círculos académicos, reabrir una cuestión tan conflictiva?

Conformémonos con quizá el verdadero milagro: la importancia capital que para nuestra historia ha tenido la imagen del Tepeyac, el hecho innegable de la fe de muchos millones de mexicanos, la abundantísima cantidad de literatura y de obras de arte a que ha dado lugar.