La discusión sobre la supuesta renuncia del doctor Ernesto Zedillo no parece demostrar una comprensión sobre la naturaleza del actual poder, sobre la naturaleza de su crisis y sobre la personalidad y la política del propio doctor Zedillo. Empezaré por esto último.
Zedillo es un continuador de la política neoliberal de Salinas no por debilidad o sumisión, sino por su propia convicción profunda. El y quienes lo rodean están convencidos de que esa política es la mejor para México. No piensan cambiarla ni por asomo: su gobierno carecería de sentido fuera de ella.
En consecuencia, no tiene sentido político ni práctico proponer a Ernesto Zedillo apoyarlo si cambia de orientación: es como ofrecerle apoyo a Juan Pablo II si deja de creer en la Santísima Trinidad o en la virginidad de María. Ni uno ni otro están dispuestos a suicidarse renegando de sus más profundas creencias y convicciones.
Es cierto, hay una feroz disputa por el poder dentro del grupo gobernante. Los rumores sobre la renuncia revelan la agudeza de esa disputa. Falta saber quién los mueve y a quién benefician.
Pero esa disputa por el poder no es una disputa por la política: todos están de acuerdo con la conducción neoliberal, nadie piensa cambiar de rumbo. Lo que se disputan es la primacía en la conducción y los beneficios que de ella se derivan. Suele suceder así cuando en un país se implantan profundas reformas desde arriba sin que éstas hayan sido consensadas o aceptadas de un modo u otro por la nación.
Abrumada y pasmada por los efectos de la crisis, la nación no puede intervenir. Esto deja cierta autonomía relativa para que los de arriba se peleen a campo abierto. Pero la nación no ha legitimado esas reformas ni este nuevo poder metaconstitucional que nos gobierna. Y ese pasmo, ese silencio, impide que el gobierno y muchos políticos alcancen a comprender la fuerza, la profundidad, la carga violenta de ira acumulada por debajo.
El asalto de los pobres al tren en San Nicolás de los Garza en busca de un puñado de maíz para comer es un hecho de la historia, no de la crónica ni de la economía. No los movió sólo el hambre, porque hambre igual o peor hay en otros lugares del país y no asaltan trenes. Los movió además el agravio, la humillación, la indignación sin límites.
Los pobres y los olvidados no piensan con el estómago, piensan con la cabeza y piensan bien antes de tomar el riesgo de sublevarse. El asalto al tren es un motín contra la injusticia, un clásico motín de subsistencias de aquellos que el historiador inglés E. P. Thompson ubicó dentro de ``la economía moral de la multitud''. Lo que decide al motín no es sólo el hambre, sino la percepción de lo que es justo y lo que es injusto e intolerable.
Quienes dentro del gobierno o fuera de él no vean este aviso del destino, no habrán visto ni entendido nada. No robaron caseteras o radios o bicicletas o latas de conserva como en los quebra-quebra de Río de Janeiro o de Caracas. Se llevaron el maíz, el puritito maíz. Santo Niño de Atocha, ¿es que no hablaron claro, es que esos pobres entre los pobres no tocaron los territorios de lo sagrado, allí donde mora la noción última de justicia?
Esta es la triple naturaleza de la crisis: entre los de arriba, entre los de abajo y en las relaciones entre unos y otros.
Para quienes buscamos una salida nacional a esta desgarradora crisis de legitimidad, de mando y de reproducción del poder existente, la solución no está dentro de ese poder. No se trata de participar, enredarse y verse arrastrado en sus disputas.
Se trata, por el contrario, de construir y organizar en la sociedad la fuerza para una impostergable alternativa de justicia y democracia, que abata el desempleo, eleve los ingresos de la población, restituya sus derechos a la tierra, la educación, la salud y la vida, proteja los bienes de la nación, amplíe las libertades y preserve la paz.