Así es la cosa con los observadores, que siempre le encuentran tres cuernos al chivo y aunque es un hecho que en el futbol todos los partidos son, antes que cualquier otra cosa, difíciles, abracadabra y ya está: la nota original, el reportaje oportuno, la ponencia brillante, el libro fundamental, la nueva teoría. Un montonal de papeles, un engrosado panteón de ciudadanos ilustres y cada vez más y más bytes. Buen negocio si se sabe administrar, se difunde bien el producto y sobre todo se distribuye pronta y masivamente, abecé de los tiempos que corren.
Porque si los observadores abundan, pues mucho más los mirones, los propios destinatarios de las observaciones y una de las formas embrionarias que adopta la masa. Quién sabe qué estará pasando pero uno se acerca, como bien conoce y explota el merolico. En algún huequito entre la gente tal vez se llegue a ver algo y el que se junta lo hace empujando. Si en poco tiempo no ve nada o ni siquiera oye de qué se está tratando, el recién llegado sigue su camino a solas mirando sus propios pasos.
Para que el mirón se quede tiene que haber algo intensamente visual y por eso la hipnosis de la pobre serpiente o el artefacto sorprendente; en la imagen de los polvos y amuletos comienza una cura infalible y múltiple. Puede ser también un relato ágil y costumbrista, una arenga política salpicada de instantáneas lamentables o un discurso religioso con llamas por todos lados.
Si lo que ocurre en el centro es que se están dando unos putazos, el círculo de mirones crece y en proporción la energía que emana. Saliendo de la estación de camiones a media noche un grupo se junta velozmente. Parece que pulsa y de pronto se desplaza con brusquedad hacia la izquierda; la gente llega de todas direcciones. Con asombrosa agilidad el anillo vuelve a desplazarse y en un punto se deshace como por encanto: dos jóvenes muchachas ruedan por el adoquinado prendidas de la greña. No hacen un ruido, no hay quejas ni gritos, su seriedad es alarmante. A sus no más de quince años demuestran una destreza de toda la vida en el duro esgrima de la calle. Se levantan y como tomando un respiro vuelven a la carga. El anillo de gente, engrosado, otra vez se cierra y muchos ríen excitados por el violento espectáculo; alguien diría que esperan a devorar los despojos del combate. Una cara se estrella en el piso y luego otra vez y al fin unos mirones dejan de mirar y entran a separarlas. Tras un escupitajo y hartos improperios ya no hay nada que ver. El mirón ya no tiene estímulo y el compacto grupo se disgrega.
No hay hecho de sangre en la vía pública que no junte en primerísimo lugar a un nutrido grupo de mirones. Ya después se harán los comentarios y fluirán las distintas hipótesis; por lo pronto la cosa es mirar, así se tapen los ojos de los niños.
Qué hace que el mirón se transforme en actor y en su momento el pequeño círculo en propiamente masa. O qué, a la inversa, previene que lo haga.
Los mirones en un teatro dejan de serlo en el momento en que el primero que lo detecta grita ¡Fuego!. El que se queda mirando se quema, aunque en la fuga puede morir aplastado.
En el otro extremo, un hombre se asoma al periódico: un mirón aislado. Por eso los medios audiovisuales y las publicaciones de todo tipo son tan cruciales para la vida de todos los días en la sobrepoblada ciudad contemporánea. Satisfacen la sed del mirón de un modo menos violento que la inmediatez del hecho, porque no conllevan la amenaza y más que a sangre huele a tinta o a palomitas caseras. Los medios suprimen o por lo menos retardan el momento en que el mirón se convierte en masa viva y ese debe ser su más patente aporte ``civilizatorio''.
Toda la virtual potencia devastadora de la masa la deposita el mirón en el cinescopio o en la página impresa. Por eso los medios pueden ser a la vez algo tan explosivo.