La Jornada 2 de junio de 1996

MAR DE HISTORIAS Cristina Pacheco
La señal de la culpa

Para Adriana Malvido

El cabo Rayas me confirmó que mantendría los rondines toda la noche, aun cuando consideraba que el supuesto agresor de Ofelia no iba a volver a por la colonia. El uniformado debió darse cuenta de que su certeza me dejaba inquieta. Sonrió y con el acento de suficiencia a que le dan derecho sus años de servicio, afirmó: ``Usted oyó lo que le dije al tipo: si vuelve por aquí, lo consigno. Y no se me escapa. En cuanto lo vea lo reconoceré, porque con esa carita... se fijó, ¿verdad?''

El cabo se refería a la profunda cicatriz que cruzaba el rostro del hombre a quien minutos antes habíamos interceptado. Recordar sus ojos me estremeció. Sentí mucho miedo ante la posibilidad de volver a mirarlo de frente para señalarlo otra vez como el agresor de mi sobrina Ofelia. Pobrecita: recién llegada a la ciudad, pensó en regresarse a San Juan. Logré que desistiera recordándole sus curaciones: no debe suspenderlas.

II

Cuando el oficial nos dio las buenas noches y aconsejó que cerráramos bien la puerta no supe qué hacer, pero al fin me concreté a darle las gracias y no una propina, muy merecida por cierto: a las siete, cuando me vio salir de la casa gritando, él se acercó a preguntar qué pasaba.

Le dije: ``Un tipo horrible atacó a Ofelia''. Entonces me pidió más datos. Le informé que todo había sucedido a una cuadra, lo que me intranquilizaba mucho porque tal vez el hombre hubiera visto a Ofelia cuando se metió corriendo a la casa: ``Puede volver a atacarla si antes no logro que lo detengan. Voy a buscarlo porque si espero a la patrulla...''

Cuando iba a subirme al coche, el oficial acabó de presentarse: ``Cabo Rayas, a la orden. Permítame acompañarla. El individuo puede llevar un arma o a lo mejor va drogado. Es peligroso que lo enfrente sola''. Abrí la otra portezuela. Arranqué con violencia. El cabo me aconsejó: ``Si va tan rápido pondremos sobre aviso al individuo: sospechará que andamos tras él y a lo mejor se pela. Entonces ya no podré interrogarlo. Mire, haga como si fuéramos paseando y cuando lo vea, me avisa. Por cierto ¿cómo era?'' Me impacienté: ``Por Dios, oficial, está oscureciendo. Además, Ofelia se asustó muchísimo y sólo pudo ver que iba con ropa sport, me imagino que eran pants, y que tenía una cara muy especial''.

El cabo Rayas guardó silencio mientras seguíamos por la calle desierta. Los vecinos me miraban desde las ventanas y mi acompañante soltó una risita: ``Han de pensar: qué anda haciendo ella con un policía. Ya ve que tenemos muy mala fama. Y en esto, la verdá, pagamos justos por pecadores''. Resoplé de impaciencia, pero el cabo siguió hablando en un tono muy coloquial: ``El sustote que se ha de haber llevado su hija...'' Aclaré: ``Ofelia es mi sobrina. Está aquí para hacerse un tratamiento médico. Mi hermana me pidió que la tuviera en mi casa para más seguridad, y vea lo que vino a pasarle''.

Comprendí que el cabo Rayas no había estado escuchándome porque me dijo: ``¿Pants? Hum. Fíjese en aquel tipo, el que está recargado en el árbol. ¿Ya vio cómo está vestido?'' Entonces reparé en un hombre que, al vernos avanzar en dirección a él, giró hacia la avenida. ``¿Qué hago?'', pregunté. ``Siga como va. Si el sujeto carga algo en la conciencia, se echará a correr y entonces sí acelera usté para que lo alcancemos''.

Tal como el cabo Rayas lo había previsto, inesperadamente el joven se echó a correr. Seguí las instrucciones del oficial, pero tuve que frenar de prisa porque nos dimos cuenta de que la precipitación del muchacho se debía a su impaciencia por encontrarse con una morenita que lo esperaba en el interior de un auto. Advertí la incomodidad del cabo y preferí no verlo mientras se justificaba: ``Cuando uno busca a alguien todo el mundo se le vuelve sospechoso. Además, casi siempre las personas se chivean cuando nos ven: unas porque hicieron algo, otras porque creen que vamos a hacerles algo''.

``¿Y ahora?'', pregunté para interrumpir las reflexiones del cabo. ``Seguimos, pero siempre por las calles oscuras. El sujeto seguramente tomará por una de esas, primero porque allí le será fácil ocultarse o bien cometer nuevas fechorías''. Entendí cuál era el propósito del cabo Rayas al emplear un lenguaje profesional.

Pasaron unos minutos y al fin vi a un hombre de pants que atravesó el camellón a toda prisa. ``¿Por qué correrá?, pregunté con ánimo de señalar indirectamente al sujeto. ``Vamos a ver. Sígalo, aunque no le hemos visto la cara''. Entonces recordé otra señal que me había dado Ofelia: ``Mi sobrina dijo que el tipo era muy alto y delgado, como ése. Mire, ya se metió en el restaurante''. ``Lo hizo para despistarnos. Dé la vuelta y estaciónese en la entrada, pero donde no nos vea. Si al salir corre, lo apaño''.

Ante los ojos asombrados del valet, el cabo y yo fingimos conversar. Habíamos intercambiado apenas algunas frases cuando nuestro sospechoso reapareció. Alegre y mucho más sereno, se acercó al acomodador de automóviles y le dijo: ``Traigo un corre-que-te-alcanzo que no veas. Lo bueno es que el baño estaba desocupado, porque si no. ``Si ves a mi hermano le dices que al rato vuelvo, y buzos porque hay mucho ladrón por estos rumbos'', dijo intencionalmente al pasar junto a nosotros. El cabo Rayas sonrió.

III

Creo que el oficial se sintió tan derrotado como yo por la segunda equivocación. Disimuló su deseo de abandonar la búsqueda tras una pregunta: ``Usté dice si le seguimos'' Le contesté la verdad: no sabía. Creo que sólo por amabilidad sugirió que hiciéramos un último intento: ``Agárrele por aquella callecita, nomás prenda sus luces''. Los faros iluminaron a un individuo sentado en la banqueta. Vestía pants y se enjugaba el sudor de la frente con el antebrazo. ``¡Ese es! Se ve agitado. Venía huyendo'', exclamé. ``Y ya nos vio. Estaciónese. Me bajo yo primero y luego usté, pero despacio''.

Obedecí puntualmente al oficial. Estaba a punto de interrogar al hombre cuando oímos las pisadas de un niño que apareció, jadeando, a nuestras espaldas: ``Híjole, pa', cómo eres. ¿Por qué no me esperaste?'' ``Oye, pero si era competencia. Ni modo, te gané. Ahí mañana te doy la revancha porque estoy rendido''. Sin ponernos de acuerdo, el cabo Rayas y yo seguimos caminando hasta la esquina. Regresamos al coche en el momento en que el hombre de pants y su hijo salían de una miscelánea. Nuestro nuevo error volvió filosófico al uniformado: ``Ni modo, señito; ora sí que en esta vida es de humanos errar. Lo bueno es reconocerlo''.

Pensé que a esas alturas la búsqueda era inútil. ``Voy a regresar a la casa. Tengo pendiente de mi sobrina. La dejé nerviosísima''. Con voz opaca el oficial me ordenó: ``Espérese. ¿Ve aquel tipo que está hablando por teléfono? Trae los pants bien amolados. Colgó y viene para acá. Fíjese en la cara: sólo un fulano que debe muchas puede tener semejante cicatriz''.

Seguí al oficial cuando fue al encuentro del sospechoso: ``Buenas noches. ¿Podría decirme de dónde viene?'' Muy sorprendido, el hombre respondió: ``De la iglesia''. ``¿Cuál? Por aquí no hay ninguna'', afirmó el cabo. ``La de San Juan, está poco antes del Eje 6. ¿Por qué?'' El policía dio un paso adelante: ``Por ese rumbo un sujeto atacó a una señorita''. ``¿Y yo qué tengo qué ver?'' ``Lo vamos a investigar. Por lo pronto le aconsejo que no vuelva por aquí si no quiere tener problemas''. El disgusto y la preocupación acentuaron la cicatriz del hombre: ``Tengo que venir. Los padres de San José me están dando de comer mientras acabo de aliviarme: me caí de un andamio y no quedé bien''. ``Y quedará peor si vuelvo a verlo'', sentenció el oficial al dar la media vuelta. Lo seguí al coche. Cuando arranqué vi al hombre; continuaba inmóvil a mitad de la calle. En el trayecto a la casa no hablamos.

IV

Ofelia se tranquilizó cuando, ya solas, le repetí que su agresor estaba fuera de combate. Quiso saber cómo había logrado identificarlo: ``Por los pants y por la cicatriz''. ``Yo no le vi ninguna'', aseguró Ofelia. Me intranquilicé: ``¿Cómo no? Dijiste que vestía de sport y que su cara te pareció...'' ``Iba vestido informal, pero su ropa era muy fina. Lo sé porque al empujarlo toqué su saco y también le vi la cara: guapísimo, creo que hasta bronceado''.

Entendí mi equivocación y algo mucho peor: al señalar como culpable al hombre de la cicatriz había hecho más honda la marca en su rostro y su miseria.