Bárbara Jacobs
El cuidado de los viejos

Pasados los ochenta y cinco años de edad, Josefina K. prefería hacer sus compras en la tarde. El mercado se hallaba cerca de su casa, en una población pequeña en el noreste de Estados Unidos. De sus tres hijos, la menor era prácticamente su vecina, y los otros dos, los nietos, algún pariente emigrante como ella y un par de amigas, estaban acostumbrados a haber delegado en la hija menor de Josefina K. su cuidado, hasta donde puede serlo una llamada en la noche; otra, en la mañana; una pasadita cada tercer día a ver si se le ofrecía algo a mamá.

La gente en ese país vive así, y si emigraste del Medio Oriente y vives en Estados Unidos, vives así. Existen organizaciones sociales que atienden en sus propias casas, espaciadamente, a los ciudadanos muy mayores. Una visita médica esporádica, una ayuda quincenal en los quehaceres pesados de un hogar. Mientras el ciudadano pueda arreglárselas solo, bien; si cuenta con un familiar cercano, mejor aún. Josefina K. contaba con su hija menor, para empezar. Y, por otra parte, no necesitaba gran cosa, excepto esperar.

O sería que con el tiempo Josefina K. iba olvidando poco a pocos sus necesidades. Ahora le bastaba con tener en casa trigo del fino, piñones, sal, pimienta, yerbabuena, cebolla, carne de carnero que ella molía, clavo, canela, aceite de oliva y mantequilla clarificada; leche que ella hacía fermentar y después secaba. Seguía horneando su propio pan sin levadura y haciendo sus propias conservas. Sus preferidas seguían siendo los nabos con betabel por lo que hace a las raíces en vinagre; y la mermelada de naranja, por lo que hace al dulce y aunque fuera más bien amarga. Bebía café muy cargado al despertar, que era alrededor de las cuatro de la madrugada. En su cafetera de cobre hervía el agua; le incorporaba el café y el azúcar; con una cuchara larga y delgada agitaba la mezcla: extraía la espuma del primer hervor y la depositaba en la pequeña taza; tres veces debía hervir y, tres veces, Josefina K. debía retirar del hornillo la cafetera. Antes de que el café hirviera la cuarta vez, lo dejaba reposar lejos del fuego y por fin lo servía sobre la espuma, la misma que formaría los asientos que, tras un procedimiento que no viene al caso describir, revelarían a su lector el presente, el pasado y el futuro del bebedor de esa taza de café.

Pero Josefina K. hacía tiempo que no se ocupaba más de leer la taza, ni la suya ni la de nadie. De hecho, no hacía más que sentarse en el patio de atrás y tomar el sol en primavera y verano, o, durante el otoño y el invierno, calentarse frente a la chimenea encendida. Se sentaba a esperar. Esperaba la llegada de la tarde, cuando, de un viejo armario de madera de cedro, sacaba un frasco de cristal del que servía anís en un vaso ancho y corto al que además ponía agua. Luego, se tomaba la mezcla lentamente, en tanto esperaba el momento de prepararse para dormir. O, si iba al mercado de al lado a abastecerse, no se tomaba el anís sino al regresar, cuando se acomodaba y lo saboreaba lentamente, y esperaba y, entonces sí, se preparaba para dormir.

Cocinaba un poco, por supuesto; y sacudía y ordenaba mínimamente la casa. Se aseaba, por supuesto; pero mínimamente también. Hay cansancio acumulado, con el tiempo; desinterés, o por lo menos olvido de lo no esencial. Y lo esencial es siempre mínimo: casi, se reduce a esperar.

Quién sabe cuándo, Josefina K. había leído un libro. De él no recordaba salvo cuatro líneas o versos que ahora, en su tiempo de espera, volvían a su memoria y, sí, a veces la hacían sonreíre; otras, aunque no supiera por qué, le sacaban una que otra lágrima. ``Lágrimas transparentes'', le gustaba observar al secárselas con un pañuelo de lino azul. Los versos decían, más o menos:Si en ti, mujer, acumuló el Destinohonores y riquezas abundantes,cómo impedir que, con disfraz de [amantes,

te salgan los ladrones al camino?

Ni honores ni riquezas, en el caso de Josefina.; ni siquiera mínimos, a menos que se consideren tales vivir tantos años, y tener una familia, aunque ésta viva dispersa, cada quien por su lado. Cuando recordaba estos versos sonreía o lloraba sin duda porque, inocentes o realistas, su presentación, el acomodo de las palabras o, sencillamente, la imposibilidad de que se le pudieran aplicar a ella, o incluso de que se le hubieran podido aplicar a ella alguna vez, provocaban esa reacción vacilante entre la alegría y la tristeza, síntesis de una vida; es decir, de una vida ordinaria. Qué lástima no haber acumulado honores y riquezas que, en vísperas de tu muerte, te enorgullecieran; pero qué bueno no haber acumulado nada que, en vísperas de tu muerte, te hiciera víctima de la codicia de otros.

Igual que todas las noches, esa noche la hija de Josefina K. llamó a mamá. A diferencia de otras noches, ésta, Josefina K. no contestó. La hija no se inquietó, pues pensó en la posibilidad de que mamá se hubiera dormido más temprano que de costumbre. Pero, a la mañana siguiente, cuando la hija llamó de nuevo, algo más temprano que de costumbre, y tampoco recibió respuesta, corrió a casa de Josefina K., prácticamente vecina suya. Encontró la puerta de entrada sin llave, como todavía suelen estar las puertas de entrada de las casas en las poblaciones pequeñas de Estados Unidos; pero no encontró a mamá.

Se desató la alarma. Se comunicó a la familia, al pariente emigrante y la amiga o dos; se estableció contacto con la policía, con la comunidad. La alarma se convirtió en búsqueda; la búsqueda, con las horas, con los días, en desesperación. Por fin, el cuarto día, Josefina K. apareció. Enhebradas en su pelo, hojas, delgadas ramas; el vestido, destrozado. Hambrienta, despojada, ausente.