Víctor Hugo Piña Williams
José Asunción Silva: la fraguay el naufragio

El 17 de enero de 1895, a causa de las milenarias arterías del océano, el barco mercante Amérique, procedente de La Guaira venezolana y que buscaba aportar en costas de Colombia, hizo agua de súbito y cuando ya avistaba tierra. La nave zozobró largamente durante tres días a capricho de un mar harto sañudo, como de bárbaro sueño.

En el Amérique viajaba, por cierto, un poeta colombiano que a lo largo, o digo mejor a lo corto de su existencia, sin pausa y con toda la frente, ceñía sueños bien cernidos. El poeta se llamó José Asunción Silva y había nacido en 1865. Un espíritu que en el limbo, a no dudarlo, fraterniza con un Edgar Allan Poe y un Charles Baudelaire. Una inteligencia que no supo jamás habérselas con la realidad. En fin, un hombre en vilo que le tuvo puesto sitio al Helicón desde siempre y cuya condición fue la de un especulador espectro empedernido en su propia bruma.

Señaladamente, Enrique Gómez Carrillo, otro de los náufragos que a vueltas de mar picado al fin pudo escapar de la muerte junto a otros setenta pasajeros, entre ellos el poeta, recordó más tarde a éste por su actitud durante el naufragio; con los brazos cruzados sobre el puente del barco y en posición ``demasiado espectral'', ``mientras veía danzar en la cima huracanada de la espuma, no a Venus victoriosa, sino las páginas de sus manuscritos''.

Sin duda, las palabras de este notable prosista hoy lastimosamente olvidado (y cuántos no?) soliviantan los demonios de que nacieron y murieron los poemas de José Asunción Silva, que en efecto perdió en el desastre del navío lo que más estimaba de su obra. Desastre que acabaría de quebrantarlo, como presentido remate al intervalo vital de un hombre radicalmente remoto, hasta de sí.

Así y todo, las pocas páginas que de la obra en verso y prosa de José Asunción Silva llegan hasta nosotros, le constituyen desde su tiempo tamaño de poeta aparte. Tenido, al lado de Julián del Casal, José Martí y Manuel Gutierrez Nájera, como precursor de la poética modernista de Darío y los darianos, su influjo representó una verdadera trasminación, no sólo en el gusto literario de aquellos años sino también en sus rutinas sentimentales.

No obstante, a nadie se le oculta que Silva ha corrido la misma suerte de los poetas de cresta que modificaron el lenguaje poético hasta alcanzar lo que hoy se dice en poesía en lengua española. Esto es: sus poemas han pasado de ser lugar de encuentro a ser lugar común. Y no hay mejor ilustración de ello que su sonadísimo pero no suficientemente escuchado ``Nocturno''. Si, aquél de la ``noche toda llena de perfumes, de murmullos y de músicas de alas''.

José Asunción Silva no puede ser grande sino porque tuvo un modo propio. La leyenda que lo escorza exhibiéndolo con empacho saturnino y agitado por devaneos paroxismales, inevitablemente cautiva a las almas de proscenio y no deja de pintarlo como sin duda fue. Pero nada de ello valdría de veras si el poeta no hubiese sido, como a fe viva lo era de suyo así lo muestra la breve revolución rítmica y formal por ejemplo del ``Nocturno'' un verídico fraguador. Siempre, el creador de genio y redaños ha sido un temperamento de fragua. De poner al rojo blanco el metal del idioma.

Esa naturaleza alentó en José Asunción Silva. Al igual que la otra, la que lo daba a repugnar ``la inteligencia escasa al servicio de pasiones mediocres''. La que toda su vida lo condujo a bogar íntimos naufragios hasta quebrarse casi del todo en el naufragio del Amérique.

Entre la fragua rubefacta y el naufragio infecto cada día iba lo último. Restaba poco. Sobraba mucho. El 23 de mayo de 1896, con leve astucia se hace dibujar por un facultativo el sitio exacto del corazón. Y al día siguiente el pasado 24 de mayo una centuria despuésse da un tiro en ese punto cabal.