José Woldenberg
La Ley H-B

La extensión del repudio a la eufemísticamente llamada ``Ley de Libertad y Solidaridad Democrática con Cuba'', mejor conocida como la Ley Helms-Burton (HB), se debe, sin duda a dos de sus aberrantes características: su pretensión de extraterritorialidad y su unilateralidad. Se trata de dos rasgos que sólo desde la arrogancia imperial pueden observarse como naturales.

Siguen dos notas de manual, pero quizá necesarias. Un Congreso o un gobierno cualquiera tiene facultades para legislar o normar una serie de conductas de sus conciudadanos y los residentes extranjeros en el marco de su terriorio. Se trata de una facultad que tiende a ordenar la vida de una determinada comunidad que se reconoce en esas instancias representativas, y es el pilar de la vida soberana de los Estados. Los mexicanos, argentinos, alemanes o coreanos regulan su vida a partir de sus respectivas instituciones, y nadie desde fuera tiene derecho a ordenarles qué deben hacer. Es ese principio el primero que viola de manera flagrante la Ley H-B, al querer regular la actitividad de entidades no estadunidenses fuera de sus fronteras, al querer imponerle a otros sus políticas. Por ello se habla de su pretensión de extraterritorialidad.

Por otro lado, los Estados de una manera cada vez más subrayada y recurrente vienen estableciendo una serie de pactos, convenios, acuerdos supranacionales que los comprometen a determinadas políticas. Dichas políticas pueden ser sobre derechos humanos, combate al narcotráfico, preservación de los recursos naturales, o sobre comercio, tecnología, intercambio cultural, pero todos ellos tienen una característica básica: se trata de pactos bi o multilaterales, esto es, acuerdos negociados, discutidos y aprobados, entre grandes entidades. Se trata de una práctica que se extiende día a día y que tiende a remodelar buena parte de las relaciones internacionales.

Pero la Ley H-B navega a contracorriente porque no intenta que Estados Unidos pacte con los otros determinada política, sino que impone, o intenta imponer, la misma. Es decir, se trata de una disposición unilateral, contraria al espíritu y la práctica de los innumerables convenios de colaboración entre dos o más países.

Alguien imagina a algún otro país del mundo intentando una operación como ésa?, cabe pensar en un Congreso distinto al norteamericano dictando leyes obligatorias para otros? La soberbia de la Ley H-B reside en esa pretensión de imponer conductas políticas universales a partir de consideraciones nacionales, pero expresa con elocuencia la asimetría política que cruza las relaciones políticas internacionales. Estados Unidos se piensa, se sigue pensando, como una entindad privilegiada llamada a imponer, en ciertos terrenos, sus intereses y visiones. Y es esa convicción, asentada en el poderío norteamericano, la que pone a circular la Ley H-B.

Pero incluso más allá de los principios que deben normar las relaciones internacionales, las relaciones entre Estados, la Ley H-B resultará contraproducente en los términos de sus propios impulsores, ya que fomentará la cohesión de los cubanos en torno a su gobierno y la animadversión de un buen número de gobiernos, empresas y personas contra el Congreso y el gobierno estadunidense.

Una nueva agresión contra la mayor isla del Caribe, sirve hoy como ayer para reforzar el sentimiento de agravio, para fundir en torno a su liderazgo a la sociedad cubana y para hacer más difícil la actuación de quienes desde el propio territorio cubano o desde fuera intentan abrir un camino democratizador. Porque la nueva Ley vuelve a generar un proceso de polarización, cuando lo que reclama una política democratizadora es precisamente lo contrario, un proceso de distención, de acercamiento, de generación de las condiciones para que Cuba incorpore los valores del pluralismo.

Pero además, la intención de obligar a terceros a ceñirse a disposiciones unilaterales, logra que desde todos los flancos del espectro político internacional se generen reacciones de repudio contra la multicitada Ley H-B. Ese intento de chantajear al mundo, de imponerle a otros, de extender sin rubor sus dictados, lo único que ha generado es una ola de comentarios y medidas contrarios a las petensiones estadunidenses. Como lo señaló el ex presidente de Costa Rica, Oscar Arias: ``Estados Unidos no es el Senado romano''.

La agresiva idea de internacionalizar unilateralmente el embargo contra Cuba, de establecer sanciones comerciales contra aquéllos que comercien con la Isla, de negar visas a los empresarios y a sus hijos que compren o usufructúen ``propiedades confiscadas'', algunas de las cuales lo fueron hace más de 35 años, obliga a los gobiernos a responder en defensa de los intereses de sus propios connacionales, porque ningún país puede aceptar pasivamente que se amoneste o sancione a sus ciudadanos como si existiera un árbitro universal, un big brother, una conciencia universal, que tutela y manda como si el mundo fuera un imperio y su centro se encontrara en Washington.

Desde México ya han sido cursadas notas de protesta; se pretende hacer frente común con otros países, se buscan mecanismos de defensa en el marco del TLC y aun se habla de la expedición de una especie de contra-ley tendiente a neutralizar o a minimizar los efectos de la H-B. Y en efecto, todo ello es necesario, orque en coyunturas como las que se vive se está modelando el perfil de las relaciones internacionales no sólo comerciales, sino también políticas.