Jean Meyer
Bielorrusia

Todo el mundo sabe cómo acabó la megalomanía de Napoleón: en las aguas heladas del río Berezina, entre Smolensk y Minsk. Su ejército Grande se perdió en el corazón de Bielorrusia, etimológicamente la blanca Rusia, una de las muchas Rusias: Rusia grande (Moscú), Rusia pequeña (Kiev), Rusia roja (Galicia)...

Independiente desde 1991 (ficticiamente desde antes, ya que fue uno de los miembros fundadores de las Naciones Unidas), tiene 10 millones de habitantes sobre 200 mil km2 y se encuentra entre Lituania, Polonia, Ucrania y Rusia. Su lengua y su cultura se diferencian poco de las de Rusia; desde 1772, fecha de la incorporación de Bielorrusia al imperio ruso, ha sido profundamente rusificada. Los esfuerzos de los intelectuales para revitalizar el bielorruso han tenido poco éxito, lo que no impide la existencia de una corriente nacional, más que nacionalista deseosa de conservar para el país una verdadera independencia.

Ese deseo, que no va acompañado de xenofobia antirrusa, podría acomodarse en cualquier tipo de pacto con Rusia: federación, confederación, unión, siempre y cuando Bielorrusia conservase amplia autonomía. Eso se manifestó claramente en el referéndum del año pasado, cuando 80 por ciento de los bielorrusos manifestaron su deseo de estrechar las relaciones con Rusia. De hecho, la economía de los dos países funciona en simbiosis: intensamente industrializada en los últimos 50 años, Bielorrusia es como un anexo del Complejo Militar Industrial ruso y depende totalmente de Rusia para cubrir sus necesidades energéticas.

Más importante que el interés económico, está el parentesco real que une a los dos pueblos. En 1990, antes de la desintegración de la URSS, Solzhenitsyn quien la predecía, propuso arreglar todos los problemas nacionales, económicos y culturales de la región en el seno de una Unión de los pueblos eslavos del Este: Ucrania, Bielorrusia, Rusia, y eventualmente Kazajstan. En una entrevista reciente volvió sobre el tema, reconociendo la independencia de Ucrania y de Kazajstan pero señalando la necesidad de un acercamiento entre esos países. Con Bielorrusia, el proceso está en marcha pero se topa con un problema político interno: la evolución acelerada de su presidente, Alexander Lukashenko, hacia el autoritarismo, para no decir la dictadura.

En este mes de mayo, el décimo aniversario de la catástrofe de Chernobyl que golpeó duramente a Bielorrusia, fue la ocasión de grandes manifestaciones. Lukashenko las prohibió, como había prohibido en abril las manifestaciones de protesta contra el tratado firmado con Boris Yeltsin, anunciando una futura unión de los dos países, sin más precisiones. Las manifestaciones fueron prohibidas y violentamente reprimidas, como meses antes lo habían sido huelgas y protestas sindicales.

Sin embargo, en esta ocasión, 500 mil personas desfilaron en Mink, detrás de la bandera nacional y se enfrentaron a los granaderos. Hoy en día, todos los líderes de la oposición nacionalista se encuentra en la cárcel o en la clandestinidad.

La prensa, radio y televisión están estrechamente controladas por el presidente que no tolera la menor crítica. Su gestión económica ha sido desastrosa y su desprecio para el Congreso no hace más que complicar las cosas. Acaba de decir que ``debemos trabajar en lugar de manifestar'' y que la manifestación es ``el último pujido de gente enfermiza que se ha puesto ella misma fuera de la ley''. Es extraño el desinterés de la opinión europea por la situación de Bielorrusia. Las violaciones a las libertades democráticas más elementales son el pan de cada día. Lukashenko lleva su país al desastre y... nada.