José Woldenberg
El Congreso y la reforma

Independientemente del diagnóstico que se tenga en relación al momento que vive el país en materia política (proceso democratizador, empantanamiento circular, crisis política), todo parece indicar que el Congreso está llamado a jugar un papel más que relevante en la política de hoy y mañana. El agotamiento del viejo modelo vertical que era ordenado por la voluntad y la voz de un Ejecutivo todopoderoso y la emergencia de una serie de intereses, agrupaciones, partidos, que actúan con notables grados de autonomía, reclaman espacios donde la pluralidad pueda ser conjugada de manera productiva. Y en esa perspectiva el Congreso resulta insustituible.

De hecho fue el Congreso, más específicamente la Cámara de Diputados, la primera institución estatal que se abrió y recibió los vientos del pluralismo. A partir de la reforma política de 1977 ese proceso se ha venido fortaleciendo y hoy en ambas Cámaras la pluralidad se expresa, encuentra, debate, se pelea, se reproduce, gana visibilidad pública, asienta entre nosotros la rutina de ver desplegados diagnósticos y propuestas no sólo diversos sino encontrados, enfrentados. Ello en sí mismo tiene un enorme valor, pero en los tiempos que corren ya no parece suficiente, es más, puede resultar desgastante, autoerosionador de las propias instituciones legislativas.

El Congreso tiene la obligación de ser y aparecer no sólo como el ámbito donde rutinariamente se expresa la pluralidad, para convertirse en un espacio privilegiado para la forja de operaciones reformadoras que sean capaces de sintonizar las instituciones a los nuevos reclamos nacionales. Es decir, el espacio de encuentro de la pluralidad que a través de la discusión y el acuerdo político es capaz de ofrecer cauce y ruta a la nación. Se trata de una tarea intransferible no sólo porque el Congreso expresa a dicha pluralidad, porque por su propia definición constitucional tiene la relevante tarea de reformar las normas, sino porque las viejas rutinas no pueden procesar la multiplicidad de voces que se encuentran en acto.

Por cierto, no estamos ante un tema inédito. Desde la administración pasada se hizo evidente la necesidad de forjar acuerdos entre fuerzas políticas diferentes de tal forma que algunas reformas fueran posibles. En su momento el gobierno, el PRI y el PAN llegaron a acuerdos que se tradujeron en reformas constitucionales y legales que más allá de sus contenidos específicos (en su momento se discutieron), expresaban con nitidez los nuevos vientos que cruzaban la República y las nuevas necesidades que enfrentaba. Por desgracia esas operaciones concurrentes tuvieron mala prensa y fueron leídas con los códigos del pasado (transas, acuerdos vergonzantes, debilidad de las partes), cuando lo que germinalmente indicaban era el fin de una larga etapa de monopartidismo fáctico y la emergencia de nuevas realidades que demandaban la convergencia y la corresponsabilidad de diferentes corrientes. En su momento el PAN lo entendió y el PRD no, y creo que ambos cosecharon de alguna manera lo que sembraron. (Hoy parece que todos los partidos en el Congreso están en sintonía y ojalá no se desperdicie la oportunidad.)La necesidad de reformas convergentes sigue presente. No sé en cuántas materias, no estoy familiarizado con la agenda del Congreso. Pero en una asignatura la responsabilidad del Congreso me resulta elocuente e incluso apremiante. Se trata de la reforma electoral que ya tiene en sus manos; una reforma largamente negociada y esperada que cuenta con insumos nada despreciables, es más con insumos básicos, fundamentales, amplios y valiosos, y que por razones de tiempo y de política a secas no debiera alargarse y procesarse con el ritmo de un vals vienés.

El acuerdo del PRI, PRD y PT es algo más que un prontuario general de temas. Se trata de la columna vertebral de una reforma electoral integral que se hace cargo de los dos principales temas que desde el inicio se colocaron en la mesa (imparcialidad y equidad) y que de traducirse en cambios constitucionales y legales sin duda pavimentaría el terreno para elecciones competidas y legítimas. Cierto que los acuerdos tienen temas insuficientemente desarrollados, asuntos que pueden ajustarse e incluso temas irresueltos (como la integración del Congreso, asunto, por cierto, a caballo entre la reforma electoral y la reforma política del Estado), no obstante lo firmado en Bucareli si atiende y resuelve lo medular de la reforma. Si a ello le sumamos las iniciativas presentadas por el PAN, muchas de ellas parecidas o convergentes con las de los otros tres partidos (aunque ciertamente persisten diferencias), los trabajos de la reforma deberían avanzar a la voz de ya.

Ello, porque como apuntábamos, las elecciones de 1997 están cada vez más cerca y porque en términos políticos vendría a reforzar al mismo tiempo las posibilidades de construir normas e instituciones que le ofrezcan rumbo a la pluralidad política del país, y la fuerza y autoridad del propio Congreso.

Dicen que a la oportunidad la pintan calva. No sé por qué. Será por falta de imaginación. Pero los legisladores de hoy tienen en sus manos la oportunidad no sólo de ayudar a construir un entramado institucional para que la pluralidad pueda contender de manera civilizada sino para demostrar que el Congreso no es sólo una más de nuestras instituciones inerciales sino una palabra de construir futuro (para todos).