La mañana del 17 de mayo de 1973, hace ya veintitrés años, fueron asesinados en Culiacán Carlos Guevara y un estudiante enfermo de apellido Ruiz. Las primeras noticias que nos llegan ese día al DF son confusas, pero a la distancia un hecho está claro: en la Universidad de Sinaloa se vive una situación de violencia de un signo hasta ahora desconocido e inimaginable.
No sabíamos, en efecto, quiénes eran ni de donde provenían los enfermos, pero de una cosa sí estábamos seguros: la enfermedad que irradiaba el ultraizquierdismo desde el ghetto universitario era una degradación del movimiento estudiantil que además contradecía los más elementales principios de la ética revolucionaria. Los autores de aquellos actos dirigidos a ``destruir la Universidad-fábrica'' no podían ser simples izquierdistas delirantes. Había algo más; tenía que haber ``algo más'' tras esa actitud provocadora.
Los estragos causados a su paso por las Universidades fueron múltiples y están bien documentados. Fenómeno complejo, la enfermedad del radicalismo pasó a ser sinónimo de locura, dogmatismo e irracionalidad. Pero todavía tuvieron que ocurrir otros hechos, a cual más absurdo y provocador, como el secuestro y asesinato de los empresarios Aranguren y Eugenio Garza Sada, para que descubriéramos hasta qué punto ese fenómeno de extraño radicalismo estudiantil era ni más ni menos que la expresión de masas de la Liga Comunista 23 de Septiembre (LC23), organización que aglutinaba al grueso de las fuerzas guerrilleras urbanas.
Se produce entonces una situación paradójica. A la crítica de las actitudes extremas de los enfermos, y más tarde de la Liga, no proseguía un deslinde claro con la lucha armada, cuyos supuestos teóricos más generales eran compartidos por la mayoría de la izquierda política y universitaria. La cuestión de las formas de lucha, se dijo, dijimos, era un asunto táctico, coyuntural, no una cuestión de principios.
Fue necesaria la descomposición completa de la LC23, el aplastamiento de la guerrilla rural y la rectificación iniciada por algunos guerrilleros presos, para comenzar a reflexionar sobre la significación de la violencia en una perspectiva más general de transformaciones democráticas.
Sin embargo, la ambigedad originaria permaneció. La represión brutal contra el movimiento armado puso en el primer plano la defensa de los presos y la presentación de los desaparecidos. Sobran los testimonios aterradores sobre la infinita impunidad de los cuerpos de seguridad en nuestra nunca aclarada guerra sucia, pero no hubo jamás un examen sobre el significado de la lucha armada para el país y, sobre todo, para la izquierda que buscaba nuevas alternativas. A fines de los años 70, nadie parece interesado en mirar hacia atrás: la reforma política da la vuelta a la hoja, se cierra el libro. La amnistía ahora sí es total. A ciencia cierta, tampoco supimos qué había pasado y nos conformamos con las mismas generalidades de siempre sobre la injusticia y la represión como causas genéricas y universales del movimiento armado. Ignorábamos lo que de verdad importaba: indagar sobre sus orígenes, saber con exactitud a qué preguntas existenciales o no, respondían, en fin, quiénes eran, de dónde venían, a qué clima moral y cultural se debían estos nuevos y arcaicos guerreros de los años 70 mexicanos.
Gustavo Hirales se ha propuesto contarnos esa historia (cuyas líneas generales, más explicativas, digamos, dejó bien establecidas en un texto esclarecedor, publicado hace ya quince años) mediante un testimonio novelado: Memoria de la guerra de los justos. En el, Hirales libra la batalla contra el olvido, contra las espectrales imágenes de una época que ya a nadie parece importarle. Hurga en los resortes morales y psicológicos, los valores que llevan a un grupo de jóvenes comunistas provincianos a revertir la derrota del 68 en un relámpago revolucionario. En ese sentido, es una historia sobre la utopía y la desesperanza, pero es también, el recuento personal de un drama moderno: la desilusión del mito de la violencia como un fuego redentor, supremo, necesario. Escrito en parte como una autobiografía novelada, como un relato confesional, como un reportaje, la Memoria es un texto irremediablemente egocéntrico, vibrante, dibujado con la concisión del periodismo y la energía del militante. Hirales describe, relata, ironiza, para constatar vida y milagros de por medio, locura y represión, cómo es que los fines más altos se enajenan a los medios; como éstos sucumben sin remedio aparente ante las miserias de la condición humana, el instinto acorralado, la desesperación. La Memoria es el registro de la ruptura interior que acompaña y sucede al derrumbe del Mito, a la desintegración política y moral de la Orga, al descubrimiento terrible de que bajo la utopía del hombre nuevo también florecen la irracionalidad y la muerte.
Hirales nos cuenta esa historia, que es doblemente secreta porque es íntima y clandestina, para establecer la premisa que da sentido a la tragedia: mostrar de qué modo ''la clara superioridad moral'' (``sobre la masa de mediocres y arribistas que aquí, allá y en todas partes, se disponían a venderse'') de la guerrilla se convierte ``en un baño de sangre, mierda y locura terrorista'', que ninguna represión puede hacer expiar.
Libro necesario, imprescindible, doloroso, esta Memoria de la guerra de los justos no caerá en el olvido.