Muchas voces en muchos momentos han pedido, casi reclamado, a Héctor Mendoza que escriba un libro teórico acerca de las técnicas que utiliza para el entrenamiento de los actores. Tal parecería que la respuesta a ese reclamo generalizado estriba en escribir textos dramáticos en los que participen sus enseñanzas.
Alrededor de 1983 escribió y estrenó Hamlet, por ejemplo en que acepta por igual los estilos clásico y romántico para aproximarse al personaje shakespeareano y dio a conocer su farsa didáctica Actuar (que me fue recordada por Braulio Peralta) en que expone su definición de lo que es actuar: reaccionar activamente a estímulos ficticios; el público reacciona pasivamente.
Mendoza es un teórico, aunque él mismo afirme que se limita a ampliar o a rectificar a Stanislavski y a Diderot, en tanto que maestro, lo que ya es mucho y valedero. Como creador, es de los muy pocos que en México se han preocupado por reflexionar en su quehacer tanto desde un marco teórico como desde referencias inmediatas acerca de la ubicación del teatro en cada momento, sobre todo frente a fenómenos como es el cine. De allí la evolución de su obra dramatúrgica y de puesta en escena, que lo ha llevado a recorrer un largo camino de búsquedas hasta desembocar en la idea de un teatro temático. Muchos se lo habíamos oído decir y nos preguntábamos en qué consistiría. Creator principium es la respuesta y al mismo tiempo su lección magistral.
A veces, ante textos muy ricos, se desearía verlos publicados. Yo voy más allá: yo desearía un video de este montaje, tan elocuente en todas sus partes, porque pienso que con otro director y con otros actores podría perder parte de su poder: Mendoza teórico, dramaturgo y director, aquí se resumen de óptima manera.
Construido casi en su totalidad por ejercicios stanislavskianos (en que a veces se podría escuchar un eco de Tortov, el supuesto maestro y director de Un actor se prepara en frases dichas por Raúl, el supuesto director y maestro mendocino) el texto se propone analizar las diferencias entre los actores de vivencia y los actores de representación, amén de que se introduce (y por supuesto en esos momentos es cuando no existen los ejercicios) a una actriz empírica que se niega a cualquier reflexión y a cualquier entrenamiento, especie al parecer tan odiada por Stanislavski como por Mendoza. Raúl, el maestro, acepta por igual a los actores vivenciales y a los de representación, pero la mayoría de sus discípulos desean ser vivenciales aunque ninguno, ni siquiera Carla que lo menciona a cada paso, ha leído a Stanislavski. Esto, que es un ironía, también puede significar el conocimiento tan de trasmano que se tiene en México del gran teórico ruso. Tras esto, empiezan los deslindes.
Se habla de técnica de la representación para borrar la idea que el viejo actor Felipe aprendió en la escuela como técnica formal. Se corrige circunstancia del personaje en lugar de antecedente, con lo que se expresa lo mediato y lo inmediato de ese personaje. Se hace mucho hincapié en la definición que ya diera Mendoza de lo que es la actuación, en su farsa Actuar, contraponiendo los estímulos falsos a los reales, lo que a mi entender tiene más de Diderot que de Stanislavski, en el ejemplo que el Interlocutor Primero de La paradoja del comediante pone del actor celoso. Hay muchos más conceptos que se tejen en el texto.
La sapiencia del teórico se complementa con la sapiencia del dramaturgo y la del director de escena. Los personajes de su texto son actores, pero también son personas con las difíciles relaciones que se establecen entre ellos de amores y desamores, que se nos van relatando a base de los ejercicios, con lo que se crea esa ambigedad entre las realidades posibles que viene siendo una constante en la dramaturgia de Mendoza desde hace muchos años.El ejercicio final, dado por Carla y Raúl sirve para deslindar al maestro ficticio del maestro verdadero, al tiempo que arroja luz acerca de una serie de reacciones previas que la excelente Angelina Peláez tuvo como Carla.
La dirección da todo su juego en un espacio neutro, con sillas que se acomodan de diversas maneras y los bonísimos cambios de iluminación de Gabriel Pascal para centrarse en el texto y los actores, cuyas entradas son bailadas con música original de Rodrigo Mendoza y coreografía de Marcela Aguilar con rostros que en cada vez expresan diferentes emociones. Todos ellos van vestidos de gran gala; los hombres de frac, las mujeres con vestidos largos que no cambian en las dos partes de la comedia, con lo que se logra una gran abstracción temporal y espacial.
En contraste, los actores encarnan sus partes con una convicción que muy bien podría ser la creencia stanislavskiana; Julieta Egurrola demuestra que también es una gran comediante como esa gran diva que finge todo el tiempo (y la diferencia entre actuar y fingir es otro de los postulados de Mendoza) excepto al final, ya incorporada al grupo, en que sus reacciones son naturales. Es un placer ver crecer actoralmente a Hernán Mendoza, asistir a una buena actuación de Luis Rábago quizás el menos vivencial del reparto y ver a jóvenes como Laura Padilla, Ana Celia Urquidi y Fernando Jaramillo que me parece hace su debut no desmerecer al lado de actores tan cabales como Ricardo Blume y los otros antes mencionados.