Tomemos, por favor, con la más grande seriedad los últimos llamados del EZLN y del subcomandante Marcos. El poder nunca ha abandonado el designio de asesinar a Marcos y hacer un escarmiento duradero con la sangre zapatista. El 9 de febrero es su permanente tentación. Hoy regresa con fuerza. No hablo de tal o cual funcionario, cuyas veleidades, opiniones o humores pueden variar. Hablo del poder que en México domina.
Ese poder no tiene patria, pero sí tiene nombre: se llama capital financiero. Se encarna en seres reales, grupos y personas con nombres y apellidos, familias, tráficos legales e ilegales, un entramado solidísimo que desborda nuestro territorio y no respeta fronteras ni banderas. A ese poder han rendido México los portaestandartes de la barbarie neoliberal.
La situación es peligrosa porque ese poder, además de implacable, es invisible. No tiene legitimidad ni consenso, pero en cambio no debe dar cuentas a nadie salvo a sus propios miembros: redes cerradas de grandes intereses, dentro y fuera del país.
Porque nadie lo ha legitimado, ese poder está dividido. Sus diversas bandas se disputan el mando desde 1994 sin que ninguna, hasta hoy, haya logrado imponerse y poner paz en esa guerra interna. Las treguas periódicas son frágiles: al rato vuelven a romperse. Es esa guerra de bandas, característica actual de esta nueva forma del poder en México, y no la personalidad de Ernesto Zedillo, lo que alimenta la crisis de mando-obediencia que arrecia en el seno del gobierno y entre éste y los gobernados.
En ese tipo de crisis cualquier cosa es posible. La alarma zapatista es totalmente justificada. Entre las varias salidas abiertas está también la posibilidad de que uno de esos grupos haya resuelto precipitar el aplastamiento militar de los rebeldes chiapanecos, sustituir la frágil negociación por la dura represión (que difícilmente quedaría circunscripta a Chiapas), ajustar cuentas a sus rivales en las alturas y, junto con el cadáver de Marcos, llevarse entre las patas la presidencia de Ernesto Zedillo, responsable del golpe, puesta en cuestión por la indignación nacional que el crimen suscitaría.
Si este tipo de salidas truculentas se ha vuelto perfectamente posible, es por el increíble debilitamiento de un gobierno dividido y acosado desde adentro y por las dificultades para movilizarse que esta misma situación de incertidumbre crea para la población.
Porque el gobierno, en estas circunstancias, no es el poder. Pero, no nos engañemos, es leal a ese poder. El poder, el que decide, el verdadero, está en otra parte: en las sedes del gran dinero en este país y en el exterior.
Pareceríamos estar frente a una especie nueva de Maximato. El Maximato consistió en que uno ocupaba la presidencia (con todos los poderes que esto implica, porque ni Portes Gil, ni Ortiz Rubio, ni menos Abelardo, estaban pintados en la pared), pero otro, por encima, mandaba en las cuestiones fundamentales: ``Aquí vive el Presidente, /el que manda vive enfrente'', decía la copla. Plutarco Elías Calles, el Jefe Máximo, concentraba en su figura el poder real de esos años, el de los jefes militares y los grandes caciques (por lo general jefes militares ellos mismos). Lázaro Cárdenas fundó una nueva legitimidad presidencial y dio una salida a esa crisis que se llamó Maximato.
Quienes hoy detentan el poder no mueven divisiones ni masas ni sindicatos. Mueven capitales inmensos en cuestión de segundos, miles de millones de dólares que bajo la forma de impulsos electrónicos y signos en las pantallas de las computadoras se trasladan de un país a otro y pueden conmover cualquier situación y minar cualquier gobierno.
Ese es el Maximato que parece estar gobernando el país en estos tiempos, el de los grandes grupos financieros. Me resisto a ponerle un nombre personal o familiar, porque simplificaría un fenómeno real y mucho más complejo que el mando de don Plutarco en el México agrario de 1930. Y este nuevo Maximato, si como sospecho existe, tiene formas y métodos nuevos pero algo en común con el otro: el amor y la necesidad del secreto.
En ese secreto puede estarse preparando el golpe sangriento, la ruptura del diálogo, el terrorismo de Estado, la guerra entre mexicanos para satisfacer las urgencias de un poder que no conoce a este país y que no acierta a definir las reglas de su propia dominación.
Contra el secreto y la conspiración, la luz, la plaza pública, las gentes por millares y millares en las calles y plazas, convocadas por si mismas, por los partidos, por las organizaciones sociales, por todos. No tenemos por ahora otra fuerza, pero esa es grande. Hay que confiar en ella, tercamente, como pese a todo y contra todo siguen confiando los rebeldes del sur. Detengamos el golpe, salvemos el diálogo y la paz.