La Jornada Semanal, 12 de mayo de 1996
La publicación en 1990 de Omeros, el extenso poema de Derek Walcott (siete libros divididos en 64 capítulos, de tres cantos cada uno de ellos, que componen trescientas veinte páginas de tercetos), es sin lugar a dudas, en el plano de poesía escrita en el presente siglo, un acontecimiento harto significativo, pues se trata de la obra más plenamente lograda, hasta ahora, de un creador excepcional. Comencemos, ante todo, presentando al autor.
Nacido en 1930, en Castries, capital de Santa Lucía (isla vecina de La Martinica, que de posesión española pasó a manos de los franceses, a quienes, por último, les fue arrebatada por los ingleses luego de una larga rebatinga entre ellos), Derek Anton Walcott, el poeta vivo más importante de la lengua inglesa (lo han afirmado, en diferentes momentos, nada menos que escritores de la talla de Robert Graves, Joseph Brodsky, y el recién galardonado premio Nobel de Literatura 1995, el norirlandés Seamus Heaney), tuvo por padre a un pintor, hijo a su vez de un inglés y de una nativa de raza negra, y por madre a una descendiente de esclavos con alguna gota de sangre holandesa. De él heredó su gusto por la pintura y la poesía. De ella, su afición por el teatro. Por boca de Shabine, uno de los personajes de sus poemas, Walcott nos ha entregado un claro autorretrato:
Soy sólo un negro rojo que ama la mar.
Recibí una sólida educación colonial.
Hay en mí del holandés, del negro
y del inglés,
Y, o soy nadie o soy una nación.
Educado en la Universidad de Trinidad, Walcott fundó en esa isla, junto con su hermano Roderick, el Taller de Teatro del lugar, en cuyo escenario se han representado muchas de sus propias obras.
Apuntemos al paso que, desde su primer viaje a los Estados Unidos, en 1950, Derek se ha movido en perpetuo vaivén entre Boston, Nueva York y Santa Lucía.
En las décadas de los años cincuenta y sesenta, cuando los poetas salieron en defensa, entre otras banderas, del verso libre, del verso proyectivo, de la prosodia Beat, del ritmo acentual, etcétera, la obra de Walcott despertó muy poco entusiasmo. En los últimos diez años, sin embargo, ha dado un inmenso paso adelante demandando su legítimo primer puesto.
El primer volumen importante de Walcott, por lo que a su evolución poética se refiere, fue probablemente Another Life (Otra vida), publicado en 1973. Se trata de una saga lírica a lo largo de la cual el poeta, empleando alternamente la primera y la segunda persona del singular, dramatiza los conflictos que le llevaron a dejar el Caribe. Ni qué decir que Walcott, tanto en sus dramas como en sus poemas, muestra una honda preocupación por la identidad nacional de las Antillas y su literatura. Para decirlo con sus propias palabras: "el dilema entre el terruño o el exilio, entre la expresión y el desarrollo de la propia persona o la traición espiritual a nuestra patria." Los libros de madurez de Walcott (Seagrapes [Uvas del mar], 1976; The Star-Apple Kingdom [El reino del caimito], 1979; y The fortunate Traveller [El dichoso viajero], 1982) revelan a un poeta con las riendas del idioma bien sujetas en el puño, capaz de fundir la dicción de sus maestros los poetas isabelinos, los poetas jacobeos, Tennyson, Yeats, Hardy, Robert Lowel con sus personales impulsos. Midsummer (Canícula), publicado en 1983, se regodea a lo largo de ochenta páginas exhibiendo esa libertad que se obtiene cuando forma y oficio han pasado a ser una especie de segunda naturaleza.
En 1990, Walcott publicó (en Nueva York y Londres a la vez, como muchos otros de sus libros) el extenso poema Omeros, en donde no sólo reinterpretó la sustancia de las grandes leyendas de Occidente, sino que, por así decirlo, las recompuso imaginándolas en profundidad: "El arte antillano ha escrito Walcott es esta restauración de nuestras historias hechas añicos, nuestros cascos de vocabulario; así, nuestro archipiélago es el sinónimo de los pedazos separados del continente originario. Ésta es la manera precisa de componer poesía, que debería llamarse no 'componer', sino 'recomponer' poesía." Omeros, obra elogiada ampliamente por parte de los críticos y considerada por algunos de ellos la realización cimera del poeta santalucí, puede decirse que es una tentativa de reunir los múltiples elementos de la cultura del Caribe en una narración emblemática, susceptible de leerse junto y frente al texto canónico homérico. Pero atención: Omeros no es sólo lo que parece a primera vista, esto es, una maravillosa adaptación sobre un escenario antillano de ciertos temas de La Odisea, La Iliada, La Divina Comedia y La Tempestad shakespearena; es también, como espero mostrarlo, algo más.
En principio, en esta obra intervienen no uno sino varios Homeros: Seven Seas, un chamán indio, y el propio autor, transfigurado en una ocasión en una especie de Dante, quien a veces se presenta inopinadamente en el primer plano del relato para revelarnos alguna clave de este intrincado texto, o para confesar sin más que él mismo se halla atraído poderosamente por Helena. Seven Seas, por ejemplo, es un pescador caribeño que comparte ciertos rasgos con el poeta griego: es ciego y le gusta mitificar los sucesos que narra. Por lo demás, todos los personajes de Omeros guardan algún paralelo con los de los texos homéricos, pero sería del todo inexacto ver en ellos solamente su réplica antillana.
De igual manera que Bloom, en el Ulises de Joyce, no es lisa y llanamente un Odiseo que pasea por Dublín, tampoco el Omeros de Walcott es el poeta épico contando una Odisea escenificada en el trópico. Omeros es un personaje literario en quien confluyen las voces de los restantes protagonistas, y cuya realidad, transpuesta al plano de la ficción, puede parecerse a la de muchos pescadores de las islas del Caribe; si ha existido o no, si forma parte o no de las vivencias del autor es algo que aquí no importa. Lo que estamos leyendo es una obra literaria; no un documento histórico (aunque la historia desempeñe un papel significativo en este poema) sino un texto que forma parte ya de la historia. Y que se hace historia cada vez que vuelve a ser leído.
Lo que decíamos antes de Omeros puede afirmarse muy bien de Helena, Aquiles, Héctor, Filoctetes, del Mayor Plunckett y su esposa Maud, lo mismo que de Ma Kilman, la propietaria de la cantina "No Pain Café" (espacio desmitificador en donde todos los personajes, tarde o temprano, terminan por encontrarse): el continuo juego de reflejos entre el mundo real y el mundo poético, entre las personas y los personajes legendarios, establece un paralelismo de significados premeditadamente ambiguo. Es muy clara, en cambio, la relación padre-hijo, Ulises-Telémaco: Warwick Walcott, el padre del poeta, y el propio autor.
Helena, una hermosa mujer negra, es tal vez uno de los casos más interesantes y cercanos a la Helena griega, aunque la antillana es una mesera. Ambas son encarnaciones del deseo y de la conflictividad que alrededor suyo se desencadena. En Omeros no sólo es Helena el objeto del deseo de Aquiles y Héctor, sino que aún el propio poeta la desea, y a través de la alucinación histórica harán juntos un viaje hasta los orígenes africanos de ambos.
El guiño homérico de Omeros es complejo y polivalente: implica un paralelismo con la antigua Grecia; por otra parte, expresa un impulso épico, pero sin la grandilocuencia de la épica clásica: crea una expectación de orden mítico, haciéndonos creer que vamos a encontrarnos con un relato de grandes gestas, cuando irónicamente se da todo lo contrario.
Se ha dicho que probablemente el viraje más significativo dentro de la historia de la poesía narrativa tuvo lugar cuando su contenido, resueltamente mágico y mítico, sobrepoblado de seres sobrenaturales, se trasmutó en el relato de acciones entre seres de carne y hueso, narradas sin ningún propósito mágico salvo honrar y recordar a los grandes hombres. En este mismo plano, el autor de Omeros consigue otra vuelta de tuerca. Sus personajes no son guerreros, sino trabajadores: pescadores, criadas, meseros, choferes al volante de furgonetas de pasajeros, militares retirados y el poeta mismo. El tono y el lenguaje resultan, por lo tanto, consecuentes con sus sencillos personajes, si bien la compleja elaboración del poema y el empleo magistral que Walcott hace del lenguaje poético, son desde luego voluntariamente retóricos. Es asombroso, pues, cómo valiéndose de elementos sumamente modestos, cotidianos, mezclados esporádicamente con algunos trozos de acontecimientos históricos acaecidos frente a las islas (la Batalla de los Santos, por ejemplo), consigue producir una eficacia narrativa y un tono de corte épico completamente singulares, y que en última instancia traen aparejado un auténtico remozamiento (o resurgimiento) de un género que hace mucho había sido inhumado por parte de los críticos.
Sin embargo, cabe decir mejor que constituye una soberbia expresión de un nuevo género del arte poético moderno: la ilación poética moderna, desarrollada en los últimos 150 años, y el género que mejor comprende el viraje producido en el ámbito de la sensibilidad, cuyo modelo puede ser, según Rosenthal y Gall, un largo poema que comienza así: "Yo me celebro y me canto a mí mismo." Para los referidos autores, la ilación poética es "una agrupación de poemas y pasajes en su mayor parte líricos, muy rara vez de estructura uniforme, que tienden a influirse entre sí de manera orgánica. Suele incluir elementos narrativos y dramáticos, lo mismo que racionales, pero su estructura es, al fin y al cabo, lírica. Íntima, fragmentaria, analítica de sí misma, abierta, emocionalmente volátil, la ilación satisface las necesidades de la sensibilidad moderna aún cuando el poeta aspire a una dimensión épica o trágica." Este nuevo género reposa sin duda en dos formulaciones de intensa clarividencia. Una de ellas es de Edgar Allan Poe: "Lo que llamamos poema extenso es, en realidad, una mera sucesión de poemas breves, quiero decir de breves efectos poéticos. No hay necesidad de demostrar que un poema sólo es tal en la medida en que excita intensamente el alma al elevarla, y una razón piscológica hace que toda excitación intensa sea breve. De aquí que la mitad, por lo menos, del Paraíso perdido sea esencialmente prosa una serie de excitaciones poéticas alternadas, inevitablemente, con depresiones correspondientes, y el conjunto se ve privado, por su gran extensión, de ese importantísimo elemento artístico que es la totalidad o unidad de efecto." La otra formulación es de mano de Ralph Waldo Emerson: "Pues lo que hace el poema no es el metro, sino el argumento que origina el metro, un pensamiento tan apasionado y tan vivo que, como el espíritu de una planta o de un animal, posee su propia arquitectura y adorna la naturaleza con una cosa nueva[...] El poeta posee un pensamiento nuevo, posee una experiencia completamente nueva que tiene que revelar: quiere decirnos cómo le ha ido con ella y todos los hombres se enriquecerán con su fortuna. La experiencia de cada nueva edad requiere una nueva confesión y el mundo parece estar esperando siempre a su poeta."
Señalemos al paso que en Omeros, como en otros de sus poemas, contra la pared de la sólida dicción inglesa de Walcott resuenan las influencias nativas, las frases dialectales y las construcciones del Caribe. La herencia está presente allí, en pleno, pero revitalizada y puesta en ritmo de jazz: sincopada. Su obra se alimenta de las tradiciones y las imágenes criollas, y da cuenta de los contrastes, choques y convergencias de las urbes estadunidenses con las culturas antillanas.
Al recibir el premio Nobel en 1992, durante su alocución titulada Las Antillas, fragmentos de una memoria épica, Walcott pronunció estas palabras: "La poesía es como el sudor de la perfección, pero debe lucir tan fresca como las gotas de la lluvia sobre la frente de una estatua. Combina lo natural con lo marmóreo. Conjuga simultáneamente ambos tiempos: el pasado y el presente: El pasado es la estatua; el presente, el rocío o la lluvia sobre su frente. Existe el lenguaje amortajado y el vocabulario personal; la labor de la poesía es excavación y descubrimiento de uno mismo. Por lo que toca al tono, la voz personal es un dialecto; compone su propio acento, su propio vocabulario y su propia melodía, a despecho del concepto imperial del lenguaje: el lenguaje de Ozymandias, de las bibliotecas y los diccionarios, de los tribunales de justicia, los críticos, las iglesias, las universidades, el dogma político y la dicción de las instituciones. La poesía es una isla que se aparta del continente. Los dialectos de mi archipiélago me parecen igual de frescos que las gotas de lluvia sobre la frente de la estatua; no son un sudor brotado del clásico mármol severo, sino la condensación de un elemento refrescante; lluvia y sal..."