La Jornada Semanal, 12 de mayo de 1996
En el último quinquenio convergen un cambio radical
en el mapa político internacional y una intensificación
de la lectura de esos cambios por parte de los receptores locales en
todas las latitudes. Las transformaciones son profundas, pero tanto o
más es la proyección "mass mediática"
de estas transformaciones hacia lectores de múltiples culturas
y códigos de interpretación. La incorporación de
la telemática a la industria cultural ha permitido que todo el
mundo se afecte por todo el mundo. El fundamentalismo islámico,
el nacionalismo serbio o la violencia de grupos de jóvenes
pro-nazis en Alemania, sirven de espejo o interpelación a
tantas otras culturas y grupos que, en tantos otros puntos del
planeta, entramos en tensión con esta nueva modernidad abierta
al mundo. La industria cultural puede definirse, a medias como
metáfora y a medias en un sentido literal, como un juego de
espejos que permite a cada momento re-sintetizar nuestras identidades
por medio de relaciones dinámicas con las tantas otras
identidades que vemos en acción a través de los
mass-media, las redes informáticas, los comentarios en
la calle y en el trabajo y las consultas telefónicas.
Pero si la modernidad tiene que ver con esta compenetración global de imágenes y acontecimientos, por otra parte se pierden las jerarquías entre baja y alta cultura que marcaron la sensibilidad ilustrada en la modernidad. Con qué criterio discriminar si es más moderno el televidente de CNN que el de una telenovela brasileña, el lector de un diario de información política que el de una revista deportiva? El grado de modernidad no se define por una jerarquía en los géneros, sino por la incorporación de tecnología y de valor intelectual agregado en la producción de mensajes. Este fenómeno, exacerbado por el aumento exponencial de la oferta de industria cultural (con el video, la TV cable, los juegos de video y computación, las redes telemáticas y de fax, las antenas parabólicas), constituye un elemento que redefine la oposición convencional entre cultura tradicional y cultura moderna.
El nivel de modernidad en el mercado cultural se define cada vez más por la performance que por el contenido, más por el envase tecnológico que por el mensaje, y/o más por el ritmo de innovación que por la "nobleza" del producto. Esta mutación inscribe signos nuevos en el imaginario cultural. Si por un lado mina las jerarquías convencionales de la cultura, por otro lado desestabiliza visiones del mundo y potencia el mestizaje cultural a grados imprevistos: no ya el mestizaje como sincretismo o cruce de dos códigos culturales sino como vértigo de transfiguración. La misma flexibilidad de imágenes, códigos, lenguajes y reglas que forma parte de la tecnología del videojuego, de los juegos de computación o de la transmisión de imágenes virtuales, desencadena un estado de metamorfosis continua de imágenes, símbolos y tradiciones. Las combinaciones son inagotables. El mundo puede recrearse para siempre en un diskette o en una cinta de video. Ni siquiera hay escasez de espacio para ello, porque los espacios pueden reducirse casi al infinito en los microchips donde tantos mundos circulan. En lugar de una cancha de fútbol (o la calle para salir a jugar con los vecinos), hay miles de juegos dentro del monitor. El Nintendo es la versión infinita del juego: no ocupa lugar, no se agota, siempre está nuevo y a la vez neutraliza incesantemente toda la intensidad de la novedad.
Esta aceleración del tiempo histórico en el consumo cultural conlleva, como señalan los críticos de la cultura y del arte, un cierto travestismo de símbolos e imágenes que circulan por el mercado cultural hoy en día; una tendencia a recombinar cada vez más las imágenes de distintos tiempos históricos para poderresponder a la demanda de nuevas y nuevas síntesis; una ruptura, en fin, con la secuencia lineal de la cultura tal como fue concebida en fases previas de la modernidad: no significa esto que nuestra práctica histórica de mestizaje, de habitación simultánea en la modernidad y en la periferia, nos hace receptivos y adaptables a este nuevo patrón de modernidad cultural?
No es claro el impacto que estas nuevas tecnologías culturales ejercen en la visión de mundo de los niños que comienzan a enchufarse a las nuevas olas de la industria cultural. Qué ocurre en la cosmovisión de un alfabetizado de segunda generación cuando se lanza en la velocidad de entrada-salida a mundos nuevos cada vez que se enfrenta a una pantalla de video o computadora? Cómo influye el zapping en la capacidad selectiva, en la imagen del planeta y del lugar específico que cada cual ocupa en el planeta, y en el almacenamiento intelectual de información de la gente?
El nuevo complejo industrial cultural combina de manera paradójica mayor profesionalización y mayor masividad en los emisores de mensajes. La profesionalización en el campo cultural aumenta a medida que aumenta y se internacionaliza la competitividad entre emisoras de televisión. Pero por otro lado la imagen apocalíptica que hace un par de décadas alertaba sobre la pasividad creciente de los consumidores de mass-media, se ha visto sustituida por la idea de un consumidor activo, decodificante, selectivo y procesador de la información. La vorágine de opciones y la competitividad de la oferta de los mass-media fuerza al consumidor a desarrollarse como consumidor productivo.
Además, en los nuevos productos que la industria cultural difunde en nuestras sociedades, con gran velocidad y a precios cada vez más bajos, se atenúa la división entre productores y consumidores. No se requiere ni muchos recursos ni mucho know-how para hacer videos caseros, operar juegos de video o de computadora, formar parte activa en la circulación de mensajes a través de redes telemáticas o teleconferencias y, lo más nuevo y sorprendente, cambiar de vida y de personaje por cinco minutos, metiendo cinco monedas en la ranura para entrar en el mundo infinito de las imágenes virtuales. El desplazamiento del profesionalismo a la masividad es evidente cuando observamos, en países industrializados, a millones de niños entrando y saliendo de las computadoras con un manejo y facilidad que, hace algunos años, parecía reservado a ingenieros y técnicos de punta.
En América Latina, este nuevo élan de la industria cultural también corre el riesgo de exacerbar la brecha entre integrados y excluidos. Enchufarse o morir sería la imagen caricaturesca pero ilustrativa de este nuevo patrón de integración. Baste comparar la infraestructuraen computación en colegios de élites con su absoluta ausencia en la educación pública. La mentalidad escolar en los primeros se orienta cada vez más a nuevas formas de alfabetización, que les otorgan una enorme ventaja para diversificar sus opciones de juego ahora, y de trabajo en el futuro. Mientras tanto, las escuelas públicas y municipales siguen, en su mayoría, atrincheradas en un enciclopedismo anacrónico y de mala calidad. El riesgo, de consolidarse esta brecha desde los primeros años de aprendizaje escolar, es enfrentar a futuro un ejército ampliamente mayoritario de desinformatizados que no sabrán cómo manejarse en las lógicas del nuevo intercambio simbólico y material.
La distinción entre industria cultural"pesada" y "liviana" resulta cada vez más difícil de sostener, a medida que avanza la integración sistemática de los instrumentos de información y comunicación. Puede afirmarse, en la actualidad, que la formación religiosa deja huellas más hondas en la conciencia de un niño que el contacto televisivo con la guerra de Irak o con el último torneo mundial de futbol? O que cala más hondo en la memoria de un niño la materia de un examen de historia que el reportaje cultural que, en un azaroso momento de zapping televisivo, sostuvo en la pantalla durante media hora? Quién podría asegurar que un adolescente desarrolla mayores capacidades de pensamiento lógico en el curso de sintaxis o de matemáticas en la enseñanza secundaria, que en los juegos de ingenio que practica en la computadora cuando llega a su casa por las tardes?
El campo del consumo cultural se hace tan diverso que resulta muy difícil trazar actualmente la línea donde acaba la industria cultural. La lógica del software salta de la pantalla a la calle, y se convierte en una nueva forma de procesamiento de la cultura. Meditación de 6 a 7 de la tarde, partidos de tenis o paddle de 8 a 9 de la mañana, talleres de terapia transaccional durante las horas de almuerzo en la empresa, cursos envasados en cassettes para poner en el auto cuando se va al trabajo. El modelo del software cultural también penetra en las actividades de reciclaje ocupacional a través de talleres con apoyo audiovisual, retiros de fin de semana y programas de video o computadora sobre nuevas formas de gestión.
También en este consumo cultural tipo software, la industria cultural borra las fronteras que separan a productores de consumidores. Cuando los aprendizajes se vuelven ligeros y diversos, se requiere poca capacitación para pasar de alumno a profesor o de consumidor a productor. Distinto es capacitarse para ser profesor de meditación en un monasterio de los Himalayas que en un módulo de desarrollo personal en una empresa; muy distinto es ser profesor de literatura en la universidad que serlo en un taller de vecinos. A medida que el consumo cultural adquiere la modalidad del software, se hace también más sencillo entrar a la industria cultural en calidad de "ofertante" de bienes o servicios. Protagonismo y provisoriedad conviven en las nuevas culturas integradas a las recientes oleadas de modernidad. La densidad del mercado cultural no hace más pesado el consumo, sino todo lo contrario: aligera los lazos. La vida privada se divide en muchas vidas con distintos grupos de referencias.
Pero en América Latina, esta combinación de protagonismo y provisoriedad, del lado de la cultura integrada, se permuta en exclusión y precariedad del lado de los pobres. Allí, la ligereza tiene que ver más con la fragilidad de la supervivencia que con la flexibilidad en el consumo de bienes culturales. La incertidumbre respecto del futuro obedece más al temor que a la diversidad de opciones de vida, a la inseguridad más que al dinamismo. La liviandad se transmuta en orfandad, la diversificación en fragmentación. El software también penetra allí, pero se confunde con la cultura de la supervivencia en las grandes urbes, donde la actividad de cada día se reprograma conforme a la posibilidad de generar un ingreso mínimo: estrategia del software como cultura de la precariedad, no de la provisoriedad.
En síntesis, la disipación de límites en el campo cultural constituye un hecho a la vez fuerte y reciente. Se borran las fronteras entre lo liviano y lo pesado en los canales de internalización de cultura;se diversifica mucho más el menú personal de uso de bienes y servicios vinculados a la industria cultural; se recomponen las pautas de integración y discriminación en el campo del consumo simbólico por efecto de los cambios acelerados en la industria cultural; y se borran también los límites entre productores y consumidores, o entre activos y pasivos en el campo de la oferta y el consumo de cultura.
Esta disipación de límites impacta en lo más básico de la sensibilidad. Primero, ya no es tan fácil asociar cotidianidad y continuidad. Sea por provisoriedad o por precariedad, la materia de lo cotidiano se hace más aleatoria y dispersa. En segundo lugar, se desperfila la dimensión reiterativa de lo cotidiano, sea por inseguridad laboral, por aceleración del cambio técnico, por volubilidad en los roles tradicionales o por la propia sensación de "túnel del tiempo" que se experimenta ante la explosiva ofertade industria informativa y comunicacional. Finalmente, el horizonte de corto plazo tiende a imponerse sobre cualquier proyecto de largo plazo en la vida diaria, tanto por el efecto de lo precario en unos, de lo provisorio en otros, como por la aceleración del cambio en todos los ámbitos del quehacer cotidiano.
Todo lo anterior puede rematar en una paradoja. Por un lado la industria cultural favorece la difusión de códigos de modernidad al conjunto de la sociedad y, por esa vía, incide favorablemente en la integración social. Pero por otro lado, y en la medida en que requiere de códigos culturales de modernidad para ser consumida productivamente, genera mayor segregación entre posibles usuarios. Quienes dispongan de mayor capacitación en el manejo y selección de información, en habilidad lingüística y matemática, y en sistemas de gestión y organización flexibles, estarán siempre en mejores condiciones para capitalizar la oferta del complejo industrial cultural. Por lo mismo, una estrategia integrada en el campo del sistema industrial cultural deberá afrontar las dos caras de esta moneda: movilizar la industria cultural para democratizar los saberes requeridos por la vida moderna;y usarla, también, para enseñar a usar.
De las posibilidades que ofrece el emergente complejo industrial cultural, en cuanto a los costos decrecientes y la flexibilidad para combinarse y articularse sistémicamente, se le plantea un desafío de creatividad e inteligencia a la sociedad: Se requiere desarrollar capacidad de inventiva y de adaptación, tanto desde la política cultural del Estado como entre los distintos actores económicos de la industria cultural, para capitalizar el potencial de integración social y cultural del nuevo complejo industrial cultural. Los círculos virtuosos que puedan desencadenarse en torno al complejo industrial cultural, gracias a las innumerables combinaciones de uso y de articulación de componentes, dependen también de la flexibilidad e inteligencia combinatoria que desarrollen los gobiernos para ello.
Pero esta "inteligencia combinatoria" es una caja negra, misteriosa y posmoderna, que fácilmente condensa los deseos ingenuos por hallar una panacea al subdesarrollo o a la desintegración social. La utopía "massmediática" no es nueva: McLuhan proclamó la Aldea Global hace casi un cuarto de siglo. Pero es también, para la periferia latinoamericana, el paraíso del Rey Midas, con microchips y conductores de cobre en lugar de joyas de oro. Como el mestizaje, el éxtasis informativo no es ni el paraíso ni la catástrofe. La industria cultural navega todavía en aguas oscilantes. Tal vez no tenga otra alternativa.
La Jornada Semanal, 12 de mayo de 1996
Desde hace casi veinte años, los mexicanos tenemos el derecho
constitucional a la información. Y admitamos que tenemos
también información, lo mismo impresa que audiovisual,
reforzada por las extensiones satelitales y los portentosos
descubrimientos científicos y tecnológicos que avanzan
vertiginosamente. De hecho, tenemos sobreabundancia de mensajes
informativos. Y uno se pregunta si no se ejerce así plenamente,
sin necesidad de farragosas reglamentaciones, el derecho a la
información. Evidentemente, en nuestros altos mandos
políticos ha prevalecido esa idea rudimentaria, o bien han
actuado como si prevaleciera. Pero no hacía falta rango
constitucional para semejante forma de acceso a la información.
Es de pensarse, entonces, que quienes promovieron el agregado a la
libre manifestación de las ideas tenían presentes otros
móviles y otros efectos políticos y sociales.
Por razones de ubicación temática, permítaseme repasar los antecedentes y consecuentes de esa adición. Lo haré brevemente porque el asunto, al correr de los años, ha sido harto trillado, incluso en el sentido de separar la paja del trigo, y ya sabemos de qué habla el narrador o "qué canción va a cantar el ranchero", como dice festivamente don Luis González. Después de tantas consultas, audiencias públicas, ponencias y trabajos investigativos (entre los que sobresalen, a mi juicio, los de la Asociación Mexicana de Investigadores de la Comunicación AMIC, y en particular los de Fátima Fernández Christlieb), pareciera que ya no queda sino tomar posición en el debate, puesto que una aportación realmente nueva sería milagrosa.
Debe subrayarse, como se ha hecho otras veces, que el cambio constitucional, cuya formulación conceptual data de 1975, no sobrevino como consecuencia de una determinada presión social sino como un ajuste interno del gobierno en la perspectiva de una sucesión presidencial concreta y en la búsqueda de un refuerzo a la deteriorada legitimidad. Fue parte del Plan Básico de Gobierno para el periodo 1976-1982. La autoría intelectual corresponde a don Jesús Reyes Heroles, quien elaboró ese Plan como presidente del comité ejecutivo nacional del PRI, promovió después como secretario de Gobernación la iniciativa de ley para adicionar el artículo 6 constitucional, defendió más tarde su concepción de la reforma, y finalmente apuntó los lineamientos a que debería ceñirse la ley reglamentaria.
Así que el derecho a la información nació en el interior del aparato gubernamental y quedó atrapado en sus laberintos y contradicciones. Los reflectores generales se dirigieron hacia lo que explícita y directamente se presentó como la Reforma Política más amplia y profunda de las habidas hasta entonces; su propósito era fortalecer al Estado y a su partido frente a la crisis, anestesiando al "México bronco", institucionalizando a la oposición minoritaria y fragmentada de derecha e izquierda, decretando el olvido gubernamental para los delitos políticos (amnistía) y suavizando las reglas para el juego electoral. Para ello, se modificaron 17 artículos constitucionales (enmiendas sin afán de enmienda), y se creó la Ley Federal de Organizaciones Políticas y Procesos Electorales.
Entre los artículos reformados estaba el 6 constitucional, al que se agregaron, como se sabe, sólo diez palabras después de un punto y coma: "el derecho a la información será garantizado por el Estado". En el Plan Básico se le entendía como el derecho de todos los sectores sociales a informar y ser informados, y como medio para salir al paso de los monopolios mercantilistas en la información y abrir vías de expresión a partidos políticos, sindicatos y diversas organizaciones sociales. Pero en la iniciativa de ley de José López Portillo se le concibió como prerrogativa de los partidos políticos, muy en el marco de la Reforma Política. Luego, en el dictamen de la comisión legislativa correspondiente, se le llamó "garantía social". Finalmente, quedó ubicado en el título primero de la Constitución, en el capítulo de las Garantías Individuales y como derecho subjetivo público, correlativo al de libre expresión, lo que no quita, a mi juicio, que sea un derecho eminentemente social, como varios de los que integran ese capítulo y que están ya muy distantes de los derechos liberales de 1857.
Pero los monopolios existían ya. Estaban en la prensa, en la industria de la radio y la televisión, en su articulación orgánica entre sí, con el capital financiero y con los procesos informativos transnacionales y sus intereses. El gobierno de López Portillo no pudo, pese a haberlo anunciado en varias ocasiones, reglamentar el derecho a la información, porque hacerlo significaba enfrentarse a las sólidas estructuras del monopolio radiofónico y televisivo, principalmente, que se había convertido no en un factor más de poder sino en un factor capaz de competir con el Estado en la determinación de la política informativa, que es también, entre otras cosas, la política cultural y de enseñanza. Ese monopolio se atrincheró, para oponerse intransigentemente, en la libertad de expresión, si bien sus voceros nunca lograron convencer a nadie de que el derecho a la información atentaba contra tal libertad, y de lo que sí nos convencieron a todos fue de que el Estado estaba perdiendo el control de instrumentos básicos de gobierno. En cambio, unos cuantos días antes de que finalizara su sexenio, López Portillo pudo expedir tranquilamente un Reglamento de Publicaciones y Objetos Obscenos. En otras palabras, anunció lo que sería un leitmotiv de su sucesor: la moral, que precisamente es una de las restricciones a la manifestación de las ideas y a la libertad de expresión.
Reporteando durante un enfrentamiento entre el Ejército y el EZLN, 7 de enero 1994: Foto: Carlos Cisneros
Pero procuraré abreviar, porque no es el caso de dar cuenta puntual de todas las incidencias que en el orden declarativo se relacionan con este asunto. Con Miguel de la Madrid se inició la apertura comercial, la política de desnacionalización y privatizaciones, y el adelgazamiento del Estado, es decir, parte importante de lo que se conoce como neoliberalismo económico, en el que son evidentes las afinidades con el capital financiero, con los monopolios internos de la información y con los consorcios internacionales que la acaparan hegemónicamente. Para no incurrir en rispideces innecesarias, me limitaré a aventurar que el Presidente no entendió el derecho a la información. En 1984, durante la celebración del Día de la Libertad de Prensa, dijo: "El gobierno está consciente de las obligaciones que para él derivan del derecho constitucional a la información. Nos hemos esforzado por cumplirlo cada día de la mejor manera" Y cuando estaba por concluir su mandato, declaró que "acatando un mandamiento constitucional básico" (el derecho a la información) su gobierno, en materia de comunicación social, había respetado invariablemente la libertad de prensa. Evidentemente, pecaba de reduccionismo y no estaba preocupado por ninguna reglamentación del tan respetado precepto constitucional.
Con Carlos Salinas de Gortari, el neoliberalismo alcanzó su expresión más febril y desenfrenada. Las reformas constitucionales que parecían histórica y socialmente imposibles, la privatización de empresas públicas, los ajustes económicos a expensas de los sectores más débiles, la desregulación, la fiesta de los principios de la oferta y la demanda y la libre competencia, todas sus acciones, tenían el sello de una peculiar modernización y de la inserción pasiva y acrítica del país en los procesos de globalización productiva, financiera y tecnológica; y con la firma del TLC, en el bloque económico hegemónico creado por Estados Unidos. No vio ni oyó que las naciones poderosas preconizan el libre intercambio respecto de las zonas periféricas a las que pueden subordinar, en tanto que practican el proteccionismo hacia su interior. Desde los días de su candidatura,Salinas se asoció visiblemente con los monopolios televisivos y mantuvo esa férrea alianza hasta el final del sexenio. Cuando era evidente su predilección por el poder competitivo de las empresas nacionales sin detenerse a explorar sus nexos accionarios y su verdadero régimen de propiedad, y su pasión por los grandes flujos informativos mundiales, habría sido necio esperar de él una iniciativa para reglamentar el derecho a la información. En resumidas cuentas, esa reglamentación sigue pendiente; y así seguirá mientras se mantenga el pacto de apoyo mutuo para la sobrevivencia común entre la política neoliberal del gobierno y las estructuras monopólicas que, como un monstruoso poder adjunto, dominan los procesos informativos y están acabando con lo que queda de la nación.
Debiéramos preguntarnos si en tiempos de masificación mundial de la cultura, de eclosión de las nuevas tecnologías en la computación, en la informática, en la electrónica espacial, en la robotización de la industria editorial, etcétera, no resulta un tanto aldeano y cándido demandar la regulación jurídica de una norma constitucional. Mi respuesta es no, a condición de que esa demanda vaya acompañada de otras que impliquen medidas para contener y controlar la embestida enajenante de la tecnología concentrada en las transnacionales de la comunicación. Esto implica una redefinición democrática y realmente moderna del Estado y de sus compromisos y obligaciones con la sociedad nacional a la que debe su razón de ser y su fuerza.
Ese nuevo Estado, nada utópico puesto que en relación con la reforma política se habla de él todos los días y en todos los foros, no se abandonaría a la pura lógica del mercado ni vería con desinteréslos fenómenos concentradores que en los hechos niegan la libre competencia, y replantearía el régimen concesional vigente. Entendería el derecho a la información como un proceso comunicativo en el que es el principal emisor, pero no el único, y en el que los ciudadanos son los principales receptores, pero no los únicos puesto que, teniendo éstos también derecho a generar información, el proceso puede invertirse. Aplicaría artículos, como el actual 28 constitucional, para resistir los embates monopólicos. Revisaría toda la legislación vigente para actualizarla y modernizarla en interés del país. Diseñaría una clara política nacional de comunicación. Abriría el acceso a la documentación administrativa para transparentar su gestión, sin más límites que la seguridad nacional y el orden público, pero dando a conocer previamente cuáles son los criterios para decidir cuándo se está en el caso de esos límites. Definiría con equidad la participación de los partidos políticos y las organizaciones y grupos sociales en las páginas de la prensa y en los espacios radiofónicos y televisivos. Integraría los medios a sus programas educativos, y no a la inversa...
Para terminar, los medios audiovisuales o impresos deberían tener una irrestricta libertad de expresión, independientemente del grupo económico o político al que pertenecieran, con sólo que fuera claro su respeto por su condición de entidades de servicio público y su obligación de dar acceso, según las normas convenidas, a los informantes que lo reclamaran desde la sociedad civil. En el extremo, podrían incluso mentir, si tal fuera su vocación, o distorsionar los mensajes: en una sociedad democrática, con un Estado democrático, sus faltas a los principios éticos de aceptación general los harían fácilmente aislables. Por último, a la vista de los viejos y persistentes rezagos económicos, sociales y culturales del país, habría que dar un lugar en la legislación, para protegerlos y ofrecerles un marco normativo claro, a los medios alternativos, aquellos que están obligados a operar en el México arcaico, fuera de las redes tradicionales de comunicación. Porque la República debe ser para todos.
Fragmento del trabajo presentado por el autor el 7 de febrero de 1996 en la mesa redonda El Derecho a la Información en México: 1996, organizada por El Colegio de México.
Fotos de Carlos Cisneros