MAR DE HISTORIAS Cristina Pacheco
Segunda función
MAR DE HISTORIAS Cristina Pacheco
Segunda función
Para don Manuel Ramos y sus compañeros de la Unión Nacional de Voceadores.
Si estuvieran realmente dispuestos a oírme, lo comprenderían todo. Pero no quieren. Saben que si lo hacen corren el riesgo de entenderme aunque sea un poco y también de verse involucrados en las cosas horribles que me han sucedido. Prefieren ahorrarse esos peligros y archivarme rápido en un cajón. No les reprocho la urgencia. En estos tiempos en que a todos nos corresponde un pedacito de horror, nadie quiere enterarse de problemas ajenos.
Muchas veces traté de ignorar los míos diciéndome: ``Lo que está pasando no me sucede a mí sino a otra persona que no soy yo''. Cuando era imposible salirme de mí misma recurría a otro argumento: ``Amalia: todo esto es una pesadilla, cuando despiertes volverás a reconciliarte con el mundo y renacerán tus esperanzas''. ¿De qué? Pues de que mi vida cambiara. En ese aspecto mis aspiraciones se cumplieron siempre, aunque sólo en un sentido: cada mañana era distinta a las anteriores... y siempre mucho peor. Esa rutina fue empequeñeciéndome, al punto de que yo no hacía bulto en ninguna parte. Me daba cuenta sobre todo cuando Alfonso y yo salíamos de casa.
Alfonso es mi marido, sigue siéndolo a pesar de todo. Cuando se enteró de la tragedia permaneció junto a mí sólo el tiempo necesario para maldecirme y culparme. Luego se esfumó, pero estoy segura de que aún cuando se encuentre muy lejos sigue al tanto de la situación por el periódico. Lo lee cada mañana porque le gusta saberlo todo. Me da risa pensar que desde ahora hasta que se muera estará al corriente de lo que sucede en el último rincón del mundo; sin embargo, jamás sabrá nada de lo que pienso o hago. Ahorita, por ejemplo, ignora que estoy delante de ustedes hablándoles de él y obligándolos a escucharme.
Ya no les queda más remedio. Puede que al fin hayan reconocido que antes de meterme en un cajón membretado con la etiqueta de ``mala madre'' --no utilizo el término infanticida porque me hace pensar en las sustancias para matar insectos-- deben darme la oportunidad de explicarles mis motivos. Lo haré aunque sé que están prejuiciados para no entenderme. Temen que parezca que me justifican y no los culpo. Entonces no me culpen por querer hablar y desahogarme. ¿Por dónde empiezo? Por donde me quedé: Alfonso.
No era un hombre frívolo pero sí muy sociable. ¿Dije no era? ¡Qué barbaridad! Ahora estoy refiriéndome a él como si también hubiese muerto. El está vivo. Yo no: de tanto empequeñecerme desaparecí y luego me convertí en esta persona a la que ustedes ya clasificaron y de la que pronto se desharán metiéndola en un cajón. Insisto en la frase porque me parece adecuada y creo que también a ustedes. A ver, díganme; ¿hay algo más parecido a eso que una cárcel? No. Así que estamos de acuerdo. Por cierto: ¿qué sienten de coincidir con una asesina? Seguramente horror, o ¿me equivoco?
¿De qué estábamos hablando? Ah, sí: de Alfonso. No sé por qué se dedicó a los negocios cuando su pasión era el cine. No sólo leía las carteleras sino que las estudiaba a fondo antes de elegir una película. Una le gustó tanto que me hizo verla el mismo día, en dos funciones seguidas. No le importó que le dijera que abominaba la cinta.
Además de cinéfilo, Alfonso fue siempre muy sociable --digo fue porque no sé si ahora podrá seguir siéndolo-- y siempre se empeñaba en que lo acompañara a sus reuniones. La única vez que me atreví a sugerirle que me permitiera esperarlo en la casa me respondió: ``Lo siento. Necesito que me acompañes''. No tuve que esforzarme demasiado para comprender el por qué de su urgencia y el motivo de mi repulsa. Para empezar, el trayecto de la casa hasta donde fuésemos era siempre un infierno para mí porque Alfonso utilizaba cada minuto para señalarme mis errores o recordarme mi pasado. Ah, por cierto: si piensan hacerme preguntas al respecto, ahorrenselas porque no voy a responder a ninguna.
Por otra parte, si Alfonso me necesitaba en sus reuniones era porque le servía de pararrayos o de payaso de las bofetadas. En todo momento era yo el objeto de sus chistes y con eso, mientras él crecía a los ojos de las mujeres yo iba empequeñeciéndome ante todo el mundo. Cuando éramos anfitriones y algo iba mal --las bebidas, el platillo fuerte, el servicio-- él rehuía toda responsabilidad explicándoles a sus invitados: ``Ustedes perdonarán, pero fue idea de Amalia... ella lo pidió... ella lo hizo''.
Aunque no lo digan, sé que algunos de ustedes estarán preguntándose cómo era nuestra intimidad. A quienes lo estén pensando les suplico que sustituyan la palabra nuestra por una más corta: su. El placer era únicamente de Alfonso. De la humillación de verme convertida en recipiente me salvó la noticia de que iba a ser madre. Enloquecí de dicha cuando el médico me informó que tendría un hijo.
Les aclaro que aún en las últimas semanas de mi embarazo Alfonso siguió llevándome al cine y a sus reuniones. Mi aspecto le inspiró los mejores chistes de su vida, sus amigos nunca lo celebraron tanto y yo llegué asentirme al fin una buena esposa porque realmente contribuía a que él colmara su mayor anhelo: ocupar todo el espacio, ser la figura: una estrella.
Me basta con verles la cara para saber que se están preguntando algo más: ¿qué clase de hombre es el que convierte en tema de sus chistes el aspecto de su mujer embarazada? Ya tienen la respuesta, en cambio, es posible que no comprendan mi tolerancia, mi pasividad. Permítanme decirles que no me opuse a las humillaciones porque pensaba compensarme de todo en el momento en que tuviera en mis manos la educación del niño. Quería formarlo como un hombre discreto, responsable, delicado, solidario; es decir, como una persona totalmente distinta a su padre. Mi sueño comenzó a desvanecerse a causa de la nariz de mi hijito.
El primer día que llegaron las visitas al hospital hasta mi madre adivinó que el niño iba a parecerse muchísimo a Alfonso: ``Véanle la nariz. También será aguileña''. Fue suficiente para que mi esposo olvidara su promesa de que bautizaríamos al bebé con el nombre de mi padre --Jerónimo-- porque decidió que se llamara como él. Oculté mi desencanto y mi contrariedad diciéndome que la curva de la nariz y el nombre eran detalles mucho menos importantes que una buena educación: la que pensaba darle a quien iba a ser mi único hijo, pues el médico me informó que difícilmente volvería a embarazarme.
Ustedes saben tan bien como yo que los bebés crecen y cambian por horas. Pronto descubrí en los ojos de Alfonso II --¿a quién piensan que se le ocurrió llamar así a la criatura?-- cierta mirada. Después apareció otro indicio: la forma de sonreír. Al principio traté de convencerme de que mis percepciones eran equivocadas, pero la familia y los amigos que iban a la casa me hicieron ver que, en efecto, el niño se convertía en otra edición de su padre.
Ese era el tema de mis pesadillas. Asustada me levantaba y corría al cuarto de mi hijo para verlo. Mis esperanzas de que todo fuera producto de mi imaginación se desmoronaban aún bajo la suave luz de la lamparita, pues aún dormido Alfonso II acusaba una semejanza terrible con su padre. Eso motivó que me naciera otro tipo de pensamientos. Cuando se los describa dirán que allí comenzó mi locura. Coincidimos otra vez.
Sólo una loca pudo empezar a preguntarse en qué parte del mundo estaría la niñita que con el tiempo iba a convertirse en la compañera de Alfonso II. Luego quise verla. Imaginé una silueta y le impuse mi cara. No pude evitarlo ni tampoco adivinar la sombra de la tristeza o el desencanto cuando se viera herida por las humillaciones. Que Dios me perdone, pero también me figuré a la desconocida transformada en un recipiente, un objeto pasivo en la cama. Nunca tuve tan clara la conciencia de que un peligro acechaba y mis temores se multiplicaron ante la idea de que mi vida pudiera repetirse como en una especie de segunda función.
Para evitarlo me convertí en una mala madre. Si, ya sé que debería utilizar el término preciso --infanticida--, pero no lo haré porque, como les dije antes, me recuerda el líquido para matar insectos.