Así como cuando conocí a Cortázar no le pregunté por qué creía que un lector podía prescindir del capítulo 55 de Rayuela si elegía el segundo método de lectura de este libro; ni por qué, en igual caso, consideraba necesario que uno leyera dos veces el 131, tampoco le pregunté, ni en esa ocasión en marzo de 1971 aquí en México, ni en sucesivos encuentros con él y aun convivencias a lo largo de los años en ciudades como Managua y el propio París, si, tiempo atrás, en diciembre de 1965, había recibido la carta que le envié.
Un prestigioso abogado de Chicago me escribió para agradecerme que hubiera escrito yo cierto libro, pues lo había conmovido profundamente. Me asombró tanto que se lo agradecí por carta. Pasaron varias semanas sin que él volviera a escribirme. Me inquieté. Le envié copia de mi carta con una nota: había recibido la original? A vuelta de correo me informó que sí. Y este intercambio epistolar no ha dejado de atormentarme. Qué cartas se contestan, y qué cartas no se contestan? Haber ``contestado'' su carta, había sido muestra de falta de mundo de mi parte? Haberle enviado copia, había resultado ser una exigencia contraproducente? En todo caso, por qué, al recibir la confirmación suya de que sí había recibido mi ``respuesta'', sentí que él se había molestado y quizás arrepentido de haberme escrito la primera carta y, lo que es peor, de haberme revelado sus sentimientos?Hace dos meses, en un resquicio entre quehaceres, logré seleccionar de un montón y contestar una decena de cartas que me interesaban especialmente. Las llevé a la oficina de correos como quien cumple con una tarea que merece un aplauso. Me atendió un joven que insistió en ser él mismo el que pegara a cada sobre sus timbres. Mientras les untaba goma, veía, con la boca abierta, hacia la puerta, por la que yo no sentí en ningún momento que entrara o saliera nadie. Estaba atenta a cómo colocaba el empleado el timbre engomado en el extremo superior derecho de los sobres, y me inquietaba que sólo hiciera tocar los costados del sello con el papel y que no lo presionara entero, para que pegara bien. Dos o tres veces estiré el puño encima del mostrador con la intención de dar un golpecito contra la superficie de cada timbre y tranquilizarme con la sensación de que no se despegaría; pero el oficinista me lo impedía, con un gesto que podía entenderse como de amabilidad de su parte. Pero en vista de que con idéntica actitud se ofreció a introducir él las cartas en el buzón, salí de la oficina con la certeza de que, apenas el joven viera que yo traspasaba el umbral y llegaba a la calle, él conservaría los timbres de mis envíos para sí y se desharía de éstos sin la menor consideración.Esa noche no pude dormir. Me propuse a primera hora regresar a Correos y no salir sin la convicción de que mis cartas habían sido tratadas con responsabilidad y seguían el curso normal que se puede esperar de una carta depositada con toda corrección en una oficina de correos. Sin embargo, no tengo noticia de que una sola de ellas haya alcanzado su destino. Hago copias y reinicio el proceso? Si me encontrara con alguno de los destinatarios, le preguntaría si recibió mi carta?El recurso de asegurar que no, lo hemos usado todos para justificar no contestar cartas. Pero que lo usen contigo, contra ti?Supe de un psicoanalista que, tras haber sufrido una vez allanamiento de su casa por órdenes de un general en el poder, en cajas protegidas enterró en el patio de atrás la correspondencia de sus pacientes. Pero poco después murió. Qué fue de las cartas? Y supe de dos amantes. Decidieron separarse. El la convenció a ella de que quemara las cartas que él le había escrito, y le prometió que él haría lo mismo con las de ella. Ella era madre ejemplar de varios hijos; él, escritor, casado con novelista. Quemaron las cartas?No sé cuánto tiempo lleve conmigo la carta de una vieja amiga que vive lejos y a la que nunca veo. No me contaba en ella sino que era feliz, al lado de su esposo retirado, atentos al desarrollo y la vida independiente y normal de sus hijos. De pronto, festejaba yo con alguien no sé qué acontecimiento, la ocasión era de veras festiva y todo se armonizaba con ella: el lugar en el que nos encontrábamos, el día en sí, lo que comíamos y bebíamos, lo que conversábamos. Pero me acordé de la carta de mi amiga, que llevaba conmigo, y se me hizo un nudo en la garganta. Por qué? Si contestara su carta y le contara esto, comprendería?Un pintor errante me dio una carta de presentación cuando supo que yo estaba por pasar una temporada precisamente en el lugar del que él acababa de partir. No leí ni entregué la carta. Ayer ponía orden en mis papeles y me encontré el sobre cerrado. Pero, en vista de que el pintor entre tanto murió, no me he animado a abrirlo y leerla. Conservo otra, que me fue siendo remitida a diferentes lugares a medida que yo los abandonaba y que, cuando por fin me alcanzó, coincidió con la noticia de que su remitente acababa de morir. No la he leído, tampoco, pero sigo llevándola conmigo.