No sobra volver sobre las manifestaciones del pasado primero de mayo. Entre otras cosas porque fueron eso, manifestaciones varias de procesos y fenómenos que están en movimiento y en busca de un perfil nuevo. Sobran, eso sí, los juicios sumarios, las magnificaciones o las descalificaciones prontas, en especial aquéllos que se dirigen a los esfuerzos revisionistas y de reforma que se hacen desde dentro del sindicalismo mayoritario que se adscribe al Congreso del Trabajo.
Sin duda, es posible detectar en las movilizaciones y discursos provenientes de esos esfuerzos, una inmediata intención política que mantiene como coordenadas básicas las que corresponden a dicha cúpula. De una parte, hay una suerte de hartazgo con las formas, modos y modales de los grupos que ahí han dominado, encabezados y encantados por la magia de Fidel Velázquez. Hay así, en esas reacciones, una inicial lucha de poder que podría volverse por el poder dentro del sindicalismo organizado mismo.
De otra parte, es claro también que esa disputa no sale, tal vez tampoco tenga que hacerlo en el futuro, de los marcos y horizontes que resume la fórmula ``alianza histórica con el Estado mexicano''. Lo que se reclama hoy desde esos contingentes contestatarios es sobre todo una actualización de ese vínculo, que tendría que empezar por revisar la trama interna del llamado movimiento obrero organizado y, desde luego, la parafernalia legal que concreta y desnaturaliza cada día la comunicación política entre los trabajadores y el gobierno.
Son estos tejidos y adiposidades los que hoy hacen posible un liderazgo ritual, en realidad virtual, que se impone a los trabajadores mexicanos. Si liderear es aceptar y apechugar, aunque socarronamente, entonces se tiene que hablar, más que de un ritual de una virtualidad.
Pero ésta es apenas la punta del iceberg que navegó el primero de mayo. Abajo, lo que hay es una ebullición que sólo desde aquella perspectiva ciberespacial puede seguirse viendo como congelada. Los datos y las cifras son bien conocidos: un desempleo abierto sin precedentes, una caída mayúscula en los ingresos reales del trabajo en general, la ampliación de la pobreza y su profundización, y una reconcentración del ingreso que aumentó la distancia, siempre abismal en nuestra historia, entre los más ricos y los más pobres de la sociedad.
Más allá de las vertientes seculares de esta terrible situación, anunciada como signo distintivo de la sociedad mexicana ya por Humboldt, parece cada vez más claro que los extremos que hoy tocamos en la cuestión social tienen que ver con la crisis, los ajustes y los cambios de estructura y estrategia que han tenido lugar en los últimos tres lustros. Y es esto último lo que le empieza a dar un valor novedoso a la movilización obrera que emergió la semana pasada.
Las causas de estos gravámenes abusivos de la modernidad son múltiples y poco se gana uniéndolas en un fetiche para ver si así, por ensalmo, le damos vuelta a la situación. Menos se obtiene si se absolutiza la circunstancia y todo se atribuye a la gestión del gobierno, de éste o de los pasados.
Toda proporción guardada, porque aquí nos fuimos a los extremos, la mayor desigualdad, el desempleo creciente y el empobrecimiento de masas, cruzan hoy todos los meridianos y paralelos y dominan el panorama mundial.
Es un mal de muchos, aunque nadie tenga derecho a proponerlo como consuelo o placebo. La cosa se ha puesto demasiado grave y la mitomanía no sirve más como sistema político.
Lo que viene, así, es una serie de grandes momentos de la verdad de los que nadie podrá zafarse. En primer término, se tiene que asumir la nueva realidad internacional como un teatro hostil del que, sin embargo, nadie puede hacer mutis. Y, junto con ello, reivindicar, tal vez redescubrir, el valor de la política y de las políticas, de la acción colectiva y del uso riguroso de la técnica y de lo poco o mucho que tengamos de ciencia social.
Nada de esto puede hacerse al margen del Estado. A través, en contra de y con él, pero no al margen. El Estado, obligado o entusiasta, tiene que ajustarse y la economía tiene que cambiar y volverse productiva, competitiva, robusta. Y todo pasa por la política, el poder y, oh globalidad!, el Estado.
El Estado y la empresa tienen que recrear las bases sociales y políticas que les permitan e impulsen a, negociar y volver a negociar los términos del ajuste y la competitividad, obligadamente en clave internacional. Y lo tienen que hacer, además, en un contexto dominado por el reclamo democrático, que viene de dentro del país y del resto del mundo. Nos guste o no.
Nada de eso puede llevarse a cabo, para que dure, con un contingente laboral donde lo que privan son la inseguridad y el miedo, antecedentes latentes de la revuelta y la ira. Lo que abochorna son los desempleados y los muy pobres, pero no hay que olvidar que la mayoría tiene trabajo e ingreso, sólo que ahora, como tal vez nunca antes, está informada del despido masivo, del ingreso precario, de la inexistencia de prestaciones mínimas que para muchos lo son todo.
Volver atrás se antoja imposible y, en lo fundamental, indeseable. Pero ver hacia el futuro, como propone el Presidente a los sindicatos, supone crear las condiciones para que el futuro sea una realidad factible y no una ilusión de óptica.
Posponer una y otra vez las cuestiones del empleo, la productividad, el combate a la pobreza extrema y la concentración inicua del ingreso, en espera de mejores días, ``más estables'', es una manera más y más costosa de perder en vez de ganar tiempo. Es, para el gobierno pero también para los otros actores políticos y sociales que concurren a la democracia mexicana, renunciar a la política cuando más se le necesita. Y dejar a un lado la reforma, cuando se ha vuelto vital.