Antonio García de León
Palos de ciego

El proceso de diálogo entre el gobierno federal y el EZLN ha recibido un golpe difícil de revertir, producto de esa mezcla de torpeza, debilidad y autoritarismo que han carcterizado al gobierno de Zedillo desde el inicio de su gestión: un golpe más y tal vez el definitivo en la serie de provocaciones que se han montado desde que comenzó el diálogo. ``Actuando conforme a derecho'', un juez local ha dictado sentencia sin más prueba que la acusación televisada hecha por Ernesto Zedillo y el procurador panista con base en las declaraciones de un testigo inexistentecontra un grupo de ciudadanos convertidos en presuntos dirigentes militares del EZLN desde aquel aciago 9 de febrero de 1995. Después, varios de los acusados por Zedillo y Lozano tuvieron que ser liberados por falta de pruebas, mientras que Javier Elorriaga y Sebastián Entzin eran sentenciados el pasado 2 de mayo por ``conspiración, rebelión y terrorismo'', en un proceso lleno de irregularidades. Las infames torturas físicas y morales cometidas por las ``fuerzas del orden'' contra los otros presuntos zapatistas no son todavía ``competencia'' de la PGR ni de ninguna otra entidad de las que administran la ``justicia'' e interpretan por su cuenta las acusaciones del Ejecutivo y de una procuraduria entregada a Lozano, Fernández de Cevallos y otros representantes del salinismo panista: puestos allí para encubrir los crímenes del anterior gobierno. Y mientras esto ocurre, la misma PGR se declara incompetente para juzgar la masacre ordenada por Rubén Figueroa en Aguas Blancas y virtualmente incapaz de procurar justicia en los crímenes de Estado cometidos en 1994 y 1995 (esas sí acciones terroristas en las que perdieron la vida, entre otros, Colosio, Ruiz Massieu y Polo Uscanga). Lo grave es que los efectos de esta decisión gubernamental ponen en peligro las negociaciones de San Andrés, pues hoy no existen garantías para la delegación zapatista en ese diálogo.

Una posible ruptura se prefiguraba ya en las dos últimas reuniones de la negociación, en donde la actitud provocadora del gobierno no sólo llamó la atención del EZLN y de sus asesores e invitados, sino que también fue constatada y abiertamente condenada tanto por la Comisión Nacional de Intermediación (Conai) como por la comisión del Poder Legislativo, la Cocopa, que incluso se reunió con Ernesto Zedillo antes del inicio de la segunda fase para manifestarle su preocupación por la actitud de los pequeños empleados de Chuayffet y del séquito de policías que les acompañan, en un foro que debiera ser tomado en serio por ser vital para el futuro del país. El diálogo se encuentra en total entredicho por varios factores anteriores a la sentencia: falta en San Andrés a estas alturas y a diferencia de la mesa anterior, ``rechos y Cultura Indígenas'' conocer por escrito la posición del gobierno en varios de los siete grupos de trabajo (esto impide ``conciliar textos'' y llegar a cualquier acuerdo). Es decir, Gobernación, de manera irresponsable e ilegal, no ha hecho su tarea y coloca el proceso en un punto de crisis insalvable. Paralelamente, las acciones militares incrementadas desde abril en la selva y los Altos, y el entrenamiento y la protección a grupos armados de contrainsurgencia rural son señales claras de una posible ofensiva militar contra los zapatistas y la población civil que constituye sus bases de apoyo. Ante la gravedad del momento y en respuesta a una declaración del EZLN, la Secretaría de Gobernación emite un comunicado amenazante, en concordancia con la actitud cínica e ilegal que ha mantenido en San Andrés.

Si el gobierno cree que con un golpe de mano se puede deshacer del EZLN y de las profundas causas que le dieron origen, está rotundamente equivocado. El zapatismo no es ya, a diferencia de 1994, un problema militar, ni la correlación de fuerzas económicas y políticas favorece al actual gobierno (aun cuando sus policías en San Andrés así lo crean). Para recuperar la legitimidad perdida se requiere democracia, no fascismo corriente ni leyes ``anticrimen'' cocinadas al vapor por ``mayorías'' legislativas abyectas, pues la legitimidad no puede ser producto del fraude electoral permanente. Habría que ver también si el Ejército Mexicano está dispuesto a seguir siendo utilizado como policía de un grupo de interés que entrega la soberanía nacional, que ha iniciado una verdadera guerra contra los movimientos de inconformidad popular y que ha cedido ya parte de las atribuciones del Poder Judicial a los tribunales norteamericanos, convirtiendo a la justicia mexicana en madrina de la DEA y las cortes de Estados Unidos. Las fuerzas armadas no nacieron, desde los Tratados de Teoloyucan y la revolución que les da origen, para hacerle la guerra al pueblo de México. El inicio de una ofensiva agravaría aún más lo que es ya a todas luces e históricamente la peor crisis económica, de legitimidad política, de impunidad y corrupción que ha vivido la nación en los últimos 80 años. Una acción guerrerista sólo adelantaria el fin de un sistema de partido de Estado que vive, aunque no quiera reconocerlo, su crisis terminal como uno de los últimos regímenes autoritarios del planeta.