Jorge Alberto Manrique
Luis González

No estuve, por distracción u olvido, en la presentación que Carlos Monsiváis, Andrés Lira, Jean Meyer y Enrique Krauze hicieron el 2 de mayo en la sala Ponce, de los primeros cuatro tomos de las Obras completas (Clío/El Colegio de México) de Luis González, y no sé qué habrán dicho. Pero aprovecho la ocasión para echar mi pequeño cuarto a espadas sobre el quehacer histórico de Luis.

Luis González es más grande que yo, en edad (me lleva 11 años) y en otras cosas, pero no fue nunca mi maestro directo. El se formó y profesó en El Colegio, mientras que mi origen es la Facultad de Filosofía y Letras. Lo conocí aunque lo hubiera visto antes realmente en 1961 cuando, maestro en Xalapa en la Universidad Veracruzana, vine para tratar una beca Rockefeller vía El Colegio; era entonces director del Centro de Estudios Históricos y ya tenía un buen morral lleno de estudios publicados, tenía un bien ganado prestigio y contaba con la admiración de Daniel Cosío Villegas, entonces presidente de la institución, pero no había largado aún su producción más personal. A mi vuelta de Europa, en 65, colegas ambos en el Centro de Estudios Históricos, empezó nuestra amistad, que no se ha interrumpido desde entonces pese a mi cambio al Instituto de Investigaciones Estéticas, a su estancia en Zamora como fundador y primer presidente del Colegio de Michoacán, a su exilio idílico en su natal San José de Gracia.

Hemos caminado algunos trechos juntos. El último (hasta ahora): él como director y yo como secretario de la Academia Mexicana de la Historia, bártulos que acabamos de entregar al relevo.

Recuerdo sus primeros trabajos, entre ellos ``El optimismo en Nueva España como factor de la Independencia..." (muchos años después yo escribiría otro: ``El pesimismo en la Nueva España como factor..."), su presencia en la Historia moderna de México de Cosío Villegas, de la que fue, con Moisés González Navarro uno de los pilares... Y tengo muy viva la presentación, en un seminario de El Colegio de México oh sana costumbre!del mecanuscrito de Pueblo en vilo, todavía sin nombre; Luis lo decidiría después de una especie de consulta-encuesta entre colegas, presentándonos otras opciones; recuerdo otro título muy bueno: Historia universal de San José de Gracia que creo que apareció como subtítulo en la primera edición.

En la andadura histórica de Luis hay un antes y un después. El parteaguas es Pueblo en vilo. A partir de ese libro toma su verdadera estatura, su estilo más personal de hacer historia, su estilo escritural. Recuérdese que en el prólogo evoca a sus maestros y dice que debe más a Rulfo y a Arreola que a los célebres historiadores. Recuerdo que fue por 1967, después de un tiempo en que anduvo arrastrando la cobija: lo que ahora se llama depresión o estrés; le hartaba la ciudad, la burocracia, hasta sus colegas del Colegio. Pobre Luis, pero no hay mal que por bien no venga. No parecía haber más cura que tomar el año sabático e irse a refugiar con su mujer Armida a su añorado pueblo. Ahí dio forma al libro que venía columbrando hacía tiempo.

Pueblo en vilo se convirtió pronto, muy justificadamente, en la biblia de la microhistoria y Luis, por derecho propio, en su Papa. Siguió y ha seguido trabajando y teorizando sobre el asunto, a menudo presentando teatralmente los dos actores: la historia académica, calzada de quevedos, nacional, ácida, regañona, por una parte, por la obra la historia ``matria'', de pueblo, de terruño, humilde y alegre.

Lo cierto es que su libro, es libro parteaguas, lo es en el discurso de la historiografía mexicana y lo es en la vida personal de Luis. Su producción anterior, muy seria y correcta, extraordinariamente útil y no infrecuentemente salpicada de brillantes ideas e interpretaciones, difiere de su nueva manera: una historia donde la reflexión es la que manda, donde la investigación acuciosa no es sino un andamiaje que se queda allá abajo, para construir lo que deveras le interesa; donde, si ``el estilo es el hombre'', en su caso, además, ``el estilo es la historia''. Una suerte de liberación personal. Después de muchos años de estar picando piedra pudo hacer su propia casa. Ni un palacio nacional ni una suntuosa villa nobiliaria: nada más ni nada menos que su casa, tan suya, tan él.

Microhistoria, historia matria. Sí, desde luego. Pero hay otra aportación, que a mí me llega quizá más adentro y sobre la que no he visto por ahí que se abunde: la historia como testimonio. En el fondo la historia de su pueblo es su historia personal (rastreada en archivos, en crónicas, en cuentas familiares de gastos, en lo que se quiera). Es su testimonio de vida, su reflexión sobre sus propias cosas. Que va de su yo a su pueblo a su región a su país a su mundo y al mundo. La historia entendida como el modo de explicarnos, como el diálogo con la memoria. Y entendida no sólo como una recopilación (aunque también lo sea) sino como una creación. Luis está en el Sistema Nacional de Investigadores, pero también podría estar a sus anchas en el Sistema Nacional de Creadores. ``El estilo es la historia''.