Hermann Bellinghausen
La negociación de Próspero

Anda, te dejo un lunes''.

"Uno solo?".

``Uno, y di que es bastante''.

``Dame dos. Concédeme, si es posible, tres''.

``Dije uno. Uno es''.

``Sé que estoy viejo, que de abuelos a nietos, de todo enterré. Pero dame, no seas cruel, tres o cuatro lunes más''.

``Tu edad te prohibe desear, disculpa''.

``Lo sé, y sé cosas que ni tú, disculpa, puedes conocer. Tú qué sabes de cuánto puedo. Tú qué sabes del aguante''.

``No depende de lo que sé, sino de lo que me corresponde cumplir''.

``Eres más inerte e ignorante, más pasiva, gobernable y resistible de lo que crees. Así son ustedes. Te sobreestimas''.

``Dirás lo que quieras mientras esa boca sea tuya. Pero el papeleo para tu liquidación obra en mi poder y está bajo control''.

``Tu papeleo... Tú qué sabes de papeles?".

``Mira nada más el papel que estás haciendo ahora. Contrólate''.

"No pretenderás armarme un papel ahora?".

``Nada pretendo, pero anda, dame, cuánto dije?, cinco lunes, entrados en seis''.

Los ojos del padre de Valentín se entornaban entristecidos mientras negociaba aquel tramo terminal. La muchacha lo miraba con severidad. La capa de Próspero, hijo a su vez de su hijo Valentín, lo cubría de los hombros a las rodillas como un amigable abrazo de animal. Su greña encanecida, su poblada barba sin espulgar, el sorpresivo tamaño de su paciencia, se vuelven visibles tras las lenguas amarillas de la hoguera, le conceden un presente para siempre.

Ella es visible por sí misma, aun esa noche de luna nueva o no luna, noche cobijada por el ensordecedor silencio de las estrellas. Blanquecina, de resplandor tembloroso, lleva en sí (quizás la blusa, o el destello de su dentadura, las conjuntivas repentinas) un color como de luna, hoy que no hay satélite ni planeta que compita con ella. Fría como espada, vital y bella, trata a Próspero con actitud definitiva.

El no. Para Próspero, es una visión más. Una de las numerosas acechanzas de encuentro en el camino, enésima encarnación de la oportunidad. Pero juega. Su edad le enseñó que debe jugar cada vez como si fuera la última. Y si de negociar se trata, hacerlo con terquedad de mercader turco.

``Siete lunes y te dejo ir. Sí?".

``No depende de ti que esté o me vaya. Eso también lo decido yo''.

``Disculpa que lo diga, pero te equivocas, tú no decides gran cosa. Si cerrara bien los ojos, o te espantara con la mano así nada más, te quitaría de ahí como a una mosca''.

Valentín cuenta este episodio de su padre como si hubiera sido testigo presencial, como si Próspero fuera él, o como alguien atisbando desde lo oscuro, quizás mecido en una hamaca imposible de distinguir.Debió ocurrir hace muchos años, los suficientes para que Valentín incorporara la historia a su bagaje memorial y a fuerza de repetirla acabara por convertirla en libre invención.

El relato de Valentín tiene un curioso final. En el sencillo mundo de las palabras, cualquier cosa puede ocurrir.

La muchacha (que Valentín llama ``doncella'' para que parezca más cuento) caminó sobre la hoguera hacia Próspero, le tumbó el sombrero y le limpió el sudor con sus dedos frescos. Próspero sonrió mientras su boca recibía un suave beso.

``Ocho lunes'', susurró, "qué son para ti?".

Un chisguete de risa brotó de la blancura de ella, como si celebrara la gracia de un niño, una ocurrencia conmovedora o ridícula. Se sentó sobre las rodillas de Próspero y le abrió la capa.

``No fue éste el favor que te pedí", murmura Próspero, ``pero da igual, si es el que me das''.

``Nueve lunes después de que me ames. Voy a dejártelo en diez''.

"Y tus papeles?".

``Eso lo puedo arreglar''.

"Once, dijiste?".

``Anda, tonto, doce lunes por tratarse de ti''.

Lo que siguió, lo calla Valentín. Los incontables lunes de Próspero después de entonces prueban que amó a la muchacha resplandeciente como luna, y que la amó bien.

Aún recuerdan todos en el pueblo, y no sólo Valentín que a eso se dedica, la noche que Próspero cumplió trece lunes y bailó, golpeando la tierra con sus saltarinas plantas hasta cerca del amanecer, en festejo de la duración. Roto el límite de los contados lunes, Próspero ensanchó, y cada minuto a partir de ahí fue, hasta el día de su remota muerte, un pedazo, entero en sí mismo, de la eternidad.