Como expuse el martes pasado en el ciclo Los compromisos con la Nación, los tiempos de transición son, necesariamente, tiempos de incertidumbre y de decisiones, la principal: sumarse al cambio y definir el destino del proceso de transición. La certeza se dará por añadidura.
El sindicalismo se asoma al umbral del siglo XXI con una sensación de agobio, sorprendido por la presencia de retos de dimensiones enormes y de fuerzas que pretenden desplazarlo de su sitio histórico. Llega cuestionado desde adentro y desde afuera en su representatividad y viabilidad, mermado en su credibilidad, marginado en su papel de actor social y obligado, muchas veces, a asumir un papel simbólico en la legitimación de concertaciones macro que empobrecen a los trabajadores y debilitan a sus líderes. Los retos tienen dimensiones enormes, pero el sindicalismo no puede evadirlos.
Los trabajadores debemos encarar procesos de trabajo, relaciones laborales y un desarrollo científico tecnológico que parecen repetir los tiempos de la invención de las máquinas, cuando los trabajadores las enfrentaban como enemigos que debían ser destruidos. Junto con estos cambios, el sindicalismo mexicano ha debido enfrentar en los últimos lustros el embate de crisis que se repiten y agrandan: moral, económica, política... y la de hoy, que es la suma de todas las crisis.
Por eso está ante el reto de su transformación y de su sobrevivencia, y los dirigentes son responsables de ver, antes que los demás, las dificultades del camino y organizar las tareas colectivas para avanzar.
Mientras el modelo de crecimiento tuvo capacidad para sostenerse y el sistema político fue incluyente, el andamiaje institucional y las prácticas y relaciones del corporativismo revelaron sus aspectos positivos; el fortalecimiento del carácter social del Estado mexicano, el progreso material de amplios sectores de la población y el mantenimiento de la paz social y de la estabilidad política.
Pero en los últimos lustros fue evidente el agotamiento del modelo económico de crecimiento orientado hacia adentro, de Estado omnipresente y nacionalismo defensivo, con un sistema político autoritario y una sociedad pasiva y tradicional.
Nadie sensato apuesta hoy a ese modelo. Sin embargo, su reemplazo; el esquema de liberalización, privatización e integración de la economía mexicana, ha ocasionado un acotamiento del papel del Estado, una reestructuración económica y social, y la imposición de paradigmas como la productividad, la competitividad, la apertura, la globalización y la tecnocracia, que amenazan con convertirse en los signos de identidad de una modernización sin modernidad.
Ya ha transcurrido suficiente tiempo para identificar los rasgos distintivos de la modernización económica neoliberal; la pérdida del poder adquisitivo del salario, la reducción de las prestaciones sociales, el incremento alarmante de la desigualdad y de las tendencias a la polarización, el aumento de la desocupación, la precarización del empleo, las dificultades de las generaciones jóvenes para incorporarse a la actividad laboral, la discriminación de las mujeres en el mercado de trabajo para ocupar puestos semejantes a los que desempeñan los hombres, el incremento de los flujos migratorios en busca de empleo. El impacto regresivo se extiende más allá de la economía y las relaciones laborales a otros ámbitos: propugna la desestructuración de la clase trabajadora, la llana mercantilización del trabajo, el resquebrajamiento de las relaciones y la solidaridad, y la pulverización de las comunidades y las agrupaciones, en favor del orden de los individuos poseedores de la riqueza y el poder. Una auténtica contrarrevolución social y cultural.
El proceso de cambio en México, también se ve alimentado por otras tendencias, éstas orientadas a la democratización de la vida política y social, a partir de las cuales la transición en curso a la democracia puede verse favorecida por el compromiso que los trabajadores siempre han demostrado por la nación y por la presencia de una institucionalidad de la cual los sindicatos han sido una parte fundamentalque ha hecho posible la cohesión social en medio de tendencias disgregadoras, siempre y cuando ésta no se sobreponga a la representación ciudadana, sino, por el contrario, contribuya a la generación de una gobernabilidad democrática sustentada en una amplia participación.
Por eso lo que está en juego es el sentido de la modernización económica y política para hacer viable el México del siglo XXI. Cuál modelo de crecimiento?, qué papel desempeñaremos los trabajadores y qué relaciones estableceremos en la nueva configuración mundial?, qué organización política queremos los mexicanos y cómo la estamos construyendo? Ante estos retos el compromiso obliga a presentar propuestas. Sobre ellas hablaré la próxima semana.