La Jornada Semanal, 21 de abril de 1996
Audrey Hepburn
Cuando a los veinte años la vi en Roman Holiday, decidí allí mismo que aunque ella jamás se enterara, Audrey Hepbrun iba a ser siempre mi novia ideal. Cuarenta años más tarde, mi hijo, sin reconocer mi secreta pasión, decidió lo mismo: Audrey Hepburn sería la imagen misma de la novia eterna.
Foto: Carlos Fuentes Lemus
Hemos cotejado, mi hijo y yo, notas sobre actrices que nos gustan, por sensuales, por inteligentes, por graciosas, porque son o parecen de otra época, o la resumen; porque su belleza es fatal, icónica, irrepetible, distante, o porque es cercana, íntima, vivible todos los días. Pero sólo Audrey Hepburn permanece siempre en el plano ideal, enamorada sin tiempo, perfección encarnada, deseo inalcanzable y puro. La conocimos en el homenaje del Lincoln Center de Nueva York a Gregory Peck, su galán de Roman Holiday. Carlos le tomó esta foto de despedida. Con la gracia de un hada, sin hacerse notar, sin hacer ruido, ella se está yendo Mi hijo, todas las noches, pone en su casetera el video de Roman Holiday y se duerme mirando a Audrey Hepburn. "Me gusta soñar con algo bello", me dice. Su argumento es irrefutable.
Gabriel García Márquez
Por primera vez supe de Gabriel García Márquez por Álvaro Mutis, quien en los años cincuenta me regaló un ejemplar de La hojarasca. "Esto es lo mejor que ha salido", me dijo, sin precisar, sabiamente, tiempo o espacio.
Yo dirigía entonces, con Emmanuel Carballo, la Revista Mexicana de Literatura, y en ella publiqué textos grandes textos del admirado pero ausente Gabriel García Márquez. "Los funerales de la Mamá Grande", "Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo"
Foto: Carlos Fuentes Lemus
Regresé en 1963 de un viaje a Europa y Gabriel ya estaba en México. Nos presentó Mutis y el flechazo fue instantáneo. La simpatía, la gracia y la sabiduría inmediatas de la presencia de Gabriel en el mundo se fueron multiplicando por el descubrimiento de intereses comunes, filias y fobias, visiones y versiones, lugares públicos y rostros privados, hasta cumplir treinta años de una amistad que, como lo ha dicho él, constituye también una biografía compartida en la cual los capítulos suyos y los míos pueden barajarse, renacer, cambiarse y confundirse bajo títulos tan sugerentes como Perdidos en Churubusco (durante una época, escribimos juntos guiones de cine para financiar nuestras novelas, pero el tiempo se nos iba discutiendo sobre el mejor adjetivo para describir el portón de una hacienda, o el lugar adecuado donde poner una coma), El extraño caso de las visas negadas (durante tres décadas permanecimos en la lista negra del gobierno de los Estados Unidos, preguntándonos, hasta el día de hoy, por qué podían entrar nuestros peligrosos libros y no nuestras inocentes personas?), Mil domingos en San Ángel (durante ese número de Días del Señor recibimos todas las tardes a un sinnúmero de escritores, pintores, exóticas, cantantes, políticos y millonarios, hasta que el piso de la casa se hundió), Un corrido a dos voces (nos gusta cantar corridos a dos voces: en una ocasión, fuimos subrepticiamente grabados pero decidimos esconder la evidencia: los mitos deben permanecer secretos) y A punto de morir en el sauna.
Voy a referirme a esta última aventura. En diciembre de 1968, Julio Cortázar, García Márquez y yo tomamos el tren nocturno de París a Praga. Nuestros colegas checos nos habían pedido visitarlos y hablar como si nada hubiese ocurrido en agosto, como si la invasión soviética no hubiese ocurrido, como si no hubiese tanques rusos rodeando a la ciudad, escondidos en los bosques. Se trataba de una operación digna del supremo humorista checo, el Buen Soldado Schweick. Pero una esperanza inspiraba esta locura: ver si algo se podía salvar de la libertad cultural ganada durante el gobierno de Dubceck. Bebimos cerveza y comimos salchichas, mientras Cortázar debatía sobre la fecha en que el piano fue introducido en la orquesta de jazz y todos rememorábamos novelas y películas sucedidas en los trenes.
Llegamos rendidos a Praga. En la estación helada nos esperaba Milan Kundera, quien sugirió que nos fuéramos a reparar a un sauna. Según Milan, todos las paredes en Praga tenían orejas y sólo el sauna estaba libre de los escuchas oficiales del gobierno comunista. Desnudos, García Márquez y yo escuchamos al igualmente encuerado Kundera contarnos la historia de la Primavera de Praga. Cuando, sudando copiosamente, dijimos que la primavera ya parecía un tórrido verano y pedimos pasar a las duchas frías, Kundera nos condujo a una puertecita de madera que daba directamente sobre el congelado río Ultava. Un hoyo había sido practicado en el hielo. Kundera, fuerte como un oso de las montañas Tatra, nos dio un empujón y los dos latinoamericanos caímos en el río. Por un momento, Gabo y yo creímos que íbamos a morir juntos en la tierra de Kafka. Cada vez que emergíamos, cada vez más azulosos, de las aguas heladas, veíamos a Milan carcajeándose, semejante a una ominosa mezcla del Papa Juan Pablo y del campeón de box Max Schmelling. "Yo soy una orquídea tropical!", logró exclamar Gabo antes de que los dos fuésemos pescados y salvados de éste, nuestro bautizo en las aguas de la Guerra Fría.
Se nos han extraviado, en este cambalache cordial, textos y personajes. Un cierto Coronel Gavilán, que se me perdió en La muerte de Artemio Cruz, reapareció nuevecito en Cien años de soledad, y un capítulo desteñido y atado con cintas tricolores de El general en su laberinto reaparece, re/escrito en 1821, en La campaña.
Cuando en 1965 recibí y leí en París las primeras cien cuartillas de Cien años de soledad, me senté sin pensarlo dos veces a escribir lo que sentí. Acababa de leer la Biblia latinoamericana; saludaba, además, el genio conmovedor y cálido de uno de mis más queridos amigos. Y recordaba, por si fuera poco, un célebre dicho de Gabriel un día que rodábamos juntos de Cuernavaca a Acapulco: Todos estamos escribiendo la misma novela latinoamericana, con un capítulo colombiano suyo y un capítulo mexicano mío, otro del argentino Julio Cortázar, uno más del cubano Alejo Carpentier, y el capítulo chileno de José Donoso.
Porque ése es el punto: Gabriel ha sido acompañado a lo largo de su vida por el cariño de sus cuates. Todos hemos celebrado sus inmensos triunfos como éxitos propios; todos le hemos dado aplausos públicos que, como él dice, ojalá fueran votos: "La vida sería distinta." Y lo es. El aplauso privado que le tributamos es más permanente, más hondo, más cariñoso, que cualquier reconocimiento público.
A veces coincidimos en los entierros de amigos mexicanos. Gabo me mira muy seriamente y me pregunta: "Te das cuenta de la cantidad de gente que se está muriendo y que antes no se moría?" Entonces, cien años más y otros cien encima de esos le deseo hoy. Y del primero que se vaya, podremos decir, como dijo Gabriel al enterarse de la desaparición de otro amigo que los dos quisimos entrañablemente, el gran cronopio Cortázar: "No es cierto. No se ha muerto. No creas todo lo que se dice en los periódicos." Porque existen complicidades amistosas que no se acaban nunca.
Juan Goytisolo
Qué cosa salva a Juan Goytisolo de la tragedia? Desde que lo conocí, allá por 1960, en el recinto nobilísimo de la editorial Gallimard, en París, me subyugó y sorprendió la profundidad de su mirada, sus enormes y encapotados ojos que son azules pero se niegan a admitirlo: los cruzan demasiadas ráfagas de dolor, nostalgia, melancolía; nubarrones de sagrada cólera, pero también relámpagos de humor. Quizás eso, el humor, es lo que lo aparta de la desesperación.
Foto: Carlos Fuentes Lemus
Por los ojos de Goytisolo, pantallas de nuestro tiempo, pasan la guerra de España, la madre muerta en un bombardeo, el sofoco franquista, los exilios y migraciones de los pueblos en harapos, las amenazas neofascistas y las desilusiones comunistas; pasa el medio siglo entero de nuestra vida moral, política, intelectual, para culminar en el sacrificio de Sarajevo, el verdadero fin del brevísimo siglo XX que, también, se inició, en 1914, en la capital martirizada de Bosnia-Herzegovina. Sobrevuelan estos hechos terribles las ilusiones generosas compartidas por Goytisolo y su generación. Al perderlas, sin embargo, Goytisolo no se volvió un renegado ni un reaccionario del signo contrario. Navegante incauto pero lúcido de la gran marea de nuestro tiempo el trasiego de culturas, el movimiento de los pueblos, el contagio de las lenguas, la migración como santo y seña de cualquier nuevo o posible humanismo Goytisolo ya no celebra victorias: advierte peligros nuevos, recuerda problemas persistentes que ningún triunfalismo capitalista puede desvanecer. Dice Silvia, mi esposa: "Parece que siempre está a punto de irse." Yéndose o llegando, Goytisolo trae en los ojos la suma de las injusticias irresueltas del mundo y no cede a los himnos de bando alguno. Es un habitante fugaz de los aeropuertos, pero sólo para ser un hombre radicado en su París de barrios migratorios, en su Barcelona de memorias irrenunciables, en su Marrakech de zocos fraternales. Es culpable, en todas partes, de leso optimismo. Pero en todas partes, también, es reo de esa forma del optimismo que es la risa irreverente, el humor corrosivo, el guante volteado, la pirámide puesta de cabeza. Huérfano errante de Quevedo, en Señas de identidad el protagonista usa los libros más castizos para aplastar cucarachas entre sus páginas. Entenado del Arcipreste Juan Ruiz, en El conde Don Julián el lobo feroz es un árabe bien armado para violar a la caperucita blanca, casta y castiza. Gemelo rebelde de San Juan de la Cruz, en Virtudes del pájaro solitario pone a los textos árabes y cristianos, sagrados y profanos, a fornicar entre sí. Tierno y tenaz habitante del Sentier parisino al lado de su extraordinaria compañera, Monique Lange, traza unos Paisajes después de la batalla en los que África empieza, ya no en los Pirineos españoles, sino en los bulevares parisinos. Pero hasta allí llegan los encabezados sensacionales, indeseables, la globalización informativa que nos revela el romance secreto de Julio Iglesias y Margaret Thatcher. Nuestro único derecho a la inmortalidad será aparecer fotografiados en la revista Hola? Humor mestizo el de Goytisolo, humor de contactos y contagios, humor de la tradición y también de la creación, ambas contaminadas desde su origen nada casto, nada castizo. A la máscara universalmente risueña del Robot Alegre de la Posmodernidad, Goytisolo opone, repone, superpone la piel de las culturas y sus encendidos y variados colores. Como nadie, lo hace en español porque la nuestra es la lengua más impura, menos castiza, más mestiza del mundo. Escribir en español es cervantizar y cervantizar es islamizar y judaizar. Hoy, es también mexicanizar, chicanizar, cubanizar, puertoenriquecer, introducir el Chile, argentinizar: hablar en Plata. Éste es el lenguaje secreto de Goytisolo, paradoja de la raíz trashumante, no en balde amigo muy cercano de Jean Genet, otro viajero sin equipaje cuyo féretro fue confundido con el de un obrero marroquí emigrado.
William Styron
Bill y yo hemos sido amigos desde 1964, cuando nos conocimos en una conferencia de escritores y artistas norteamericanos (es decir, estadunidenses, o más llanamente, gringos) y latinoamericanos (o mejor dicho, indoafroiberoamericanos) en Chichén Itzá, Yucatán. Lo cierto es que muchos invitados tomaron muy en serio el simposio y llegaron armados de ponencias y resúmenes de toda laya. Bill y yo descubrimos, inmediatamente, nuestra liga en el amor a la conversación, la reminiscencia, la fabulación, solas o, mejor que mejor, acompañadas de mujeres hermosas y alcohol de primera. De modo que mientras los críticos zumbaban y rezumbaban en la sala de conferencias, Bill y yo, junto con nuestra Gorgona en Residencia, Miss Lillian Hellman, nos quedábamos en el bar, intercambiando bromas y cuentos hasta bien entrada la noche. Nuestro relajo no fue aprobado por el contingentemoral, circunspecto y tempranero. El editor Alfred A. Knopf, ataviado un poco como Sir Guy Standing en la película Los lanceros de Bengala, se cepillaría con un dedo su mostacho del Ejército del Raj Británico, mientras, con el otro índice, nos exigiría silencio. Acto seguido, se retiraría marchando, vestido con pantalones cortos color caqui, camisa de igual tono, y medias hasta la rodilla. Sólo le faltaba un fuete para fustigarnos. Pero en su mente,estábamos seguros, ya nos había azotado a su gusto. Rodman Rockefeller, quien después de todo era el pagano de nuestra gran pachanga cultural, intentóimponer un cierto orden puritano en nuestras vidas. De él huímos una noche hacia la llanura yucateca y ascendimos, iluminados sólo por la luna, a la cima de la gran pirámide maya. Styron y yo, Lillian Hellman, el periodista Tad Szulc y el cineasta Robert Rosen. La luz de la luna dibujaba claramente nuestras siluetas. De repente, escuchamos dos cortos cracks. Bill y yo tomamos a Miss Hellmann de los hombros y la tendimos boca abajo, plana como una tortilla, en la plataforma más alta de la pirámide, mientras las balas pasaban silbando sobre nuestras cabezas. Acto seguido, los guardias subieron hasta la cima con sus rifles entre las manos, ladrando en castellano que estaba prohibido visitar las pirámides después de la puesta de sol. Nunca preguntaban antes de disparar? Nunca, contestaron. Disparaban primero, averiguaban después. De haber sido, como todos nosotros, fanáticos del cine, habrían añadido, como el Indio Bedoya en El tesoro de la Sierra Madre: "No necesitamos ninguna cabrona credencial."
Foto: Carlos Fuentes Lemus
Así se inició una amistad duradera, cada vez más profunda, forjada en viajes compartidos a París y México, temporadas en nuestras respectivas casas en la ciudad de México y en Roxbury, Connecticut, y sobre todo, durante largas caminatas alrededor del refugio veraniego de Styron, la isla de Martha's Vienyard, frente a las costas de Massachusetts, donde nuestro diario recorrido hasta la oficina de correos llegó a ser conocido como el Paseo de Kant: la gente podía ajustar sus relojes a nuestra puntual excursión matutina. Juntos descendimos la boca de la mina de La Valenciana en Guanajuato, prendidos como a la vida a un cable engrasado y detenidos sobre dos tablones de no más de dos pies por uno; conocimos el vientre plateado de México. Juntos penetramos a los territorios dominados por los contras en Nicaragua. A cada cien pasos, un soldado sandinista vigilaba la carretera. Se oían rumores de mortero. El comandante Tomás Borge practicaba su humor negro: "Qué bueno sería para nuestra causa que los contras los mataran a ustedes dos!" El dolor, la tristeza de Nicaragua. Los hospitales llenos de niños mutilados por las armas de los Estados Unidos. Pobre Nicaragua. Sus esperanzas constantemente destruidas; Nicaragua luchando siempre contra las fuerzas superiores a ella... Me conmovió la manera en que Styron comprendió a Latinoamérica, Sytron llegado de un ambiente radicalmente distinto del nuestro, la Virginia racista, negadora de la carne contigua, la exclusión de otras palabras, otras ideas: el universo anglocéntrico del cual William Styron surgió como hombre de letras. Siempre lo he leído con admiración. El Sur es la herida de los Estados Unidos. Allí es donde la sociedad del optimismo y del éxito se encuentra a boca de jarro con la humanidad compartida del dolor y la derrota. Styron había recorrido, traspasado, ese dolor, esa derrota, en el trémulo amor de padre e hija en Rodeada de tinieblas; en la voz de la cual se hizo responsable, mezclando al negro con el blanco, rechazando un racismo literario invertido, en Nat Turner; en la universalidad de la violencia (por favor, ningún privilegio en esta matería, ningún monopolio del sufrimiento, por favor, no en nuestro siglo) en Sophie. De modo que no debía sorprenderme cuando las heridas más hondas e invisibles de mi amigo, las heridas de su vida, de su cuota familiar a la tragedia, de su intenso dolor hacia su propia patria, sus amados Estados Unidos de América, se movieron en tóxicas mareas bajo su piel, salieron a flote y se apoderaron de su alma. Vi a Bill hundirse en la depresión. Pocas cosas más terribles para un amigo que ver a otro amigo disolverse y saber que ni él ni yo podíamos hacer nada para impedirlo. Temí la sonrisa compasiva, la actitud caritativa, inmerecida y desmerecedora de un hombre al que amo y al que le tengo confianza.
Observé el pánico y la dislocación que asomaron en la superficie del ser, prueba de los flujos venenosos que se agitaban debajo de la piel. Busqué desesperadamente el instante de la salvación: no lo encontré en los ojos cansados, ausentes, pero amorosos aún. Quizá la salud, a pesar de todo, se hallaba en la voz, pero una voz salida del pasado, súbitamente ya no la voz de William Styron, sino un antiguo y hueco discurso de perdición. Pero a pesar de todo, me di cuenta otra vez, ese discurso ausente y dislocado era una voz de la poesía, una de sus posibles voces, una voz de belleza en el lenguaje, para el lenguaje. Sería esa voz la que salvaría a nuestro amigo cuando, víctima pero testigo de su propio subconsciente, finalmente la escuchase: "Esto lo he hecho para dañarte, aunque no te dieras cuenta a tiempo. Eres capaz de moverte ahora del dolor al dolor?" Sí, así lo recuerda ahora Styron: un viaje del dolor al dolor, de dolor en dolor. Y yo creo que mi hijo Carlos, en esta fotografía del distante, pensativo, solitario escritor sentado en una estancia blanca de nuestra casa en México, DF, lo muestra perfectamente en medio del proceso curativo de la reclusión y el tiempo. William Styron decidió quedarse en la vida. La música lo salvó. La música que resonaba en la caja de su casa familiar con memorias y alegrías, lo tomó de la mano y lo retuvo en el mundo para contarnos que la alegría lo salvó. Nos lo ha dicho con la gratitud suprema del escritor, que es la palabra. La oscuridad visible, los cuentos de sus mañanas en Virginia: relatos de su rechazo de la muerte, porque la memoria requiere una mente y una pluma para recordar un futuro digno de ser vivido. El lenguaje como seguridad de porvenir. Ahora él y yo recordamos nuestra vieja amistad y confiamos en que cada uno estará allí, una verdadera presencia, cuando el otro lo necesite. Pues no sólo la música y la memoria salvaron a Styron, sino el temor hacia un segundo ser que lo acompañó en su hiriente viaje de la pérdida a la pérdida. Ahora debemos estar allí, a su lado sus amigos, su mujer, sus hijos junto con el fantasma que a veces escribe en nuestro nombre pero a veces, también, nos vuelve mudos de pánico, aunque otras veces, en fin, es capaz de incendiar nuestras palabras.
Norman Mailer
El Mailer fotografiado por Carlos está siendo entrevistado por mi esposa Sylvia (la madre de Carlos) para la televisión mexicana, con motivo de la publicación de Harlot's ghost. Por supuesto, Sylvia le pregunta a Norman, a punto de cumplir los setenta, lo mismo que todo entrevistador reciente le ha preguntado: "Se ha vuelto usted más tranquilo?" Es una pregunta que siempre me ha parecido incomprensible. Evoca la figura de un Atila de las letras norteamericanas, devorador de fuego, peleonero, bebedor y armado de puñales, sobre cuyas huellas el pasto, para no hablar de las buenas reseñas críticas, nunca crece.
Foto: Carlos Fuentes Lemus
Cada quien habla de la feria según le va en ella, dice un viejo dicho mexicano, y mi suerte, en la feria de Mailer, ha sido muy buena. Me explico. A principios de los sesenta (es decir, hace un siglo), la administración Kennedy despuntaba con luces de aurora, pero yo era condenado al lóbrego sótano de los extranjeros indeseables. Fue una decisión tomada por el Secretario de Estado, Dean Rusk, a instancias del entonces embajador de los Estados Unidos en México, Thomas Mann (El Malo). Es una historia larga y ridícula. Si mis libros eran publicados en los EU, qué sentido tenía excluirme a mí personalmente? Como castigo por lo que escribía? El absurdo de la situación debió alarmar al Procurador General, Robert F. Kennedy, pues en el año de 1963 me fue concedida por el Departamento de Justicia, y aprovechando la ausencia de Rusk, una visa limitada para entrar a los EU con motivo de la publicación de mi novela La muerte de Artemio Cruz. Norman Mailer había luchado poderosamente contra las tonterías de la Ley McGarran-Walter, bajo cuyo imperio yo y muchos más Pablo Neruda, Michel Foucault, Yves Montand, Simone Signoret, Iris Murdoch, Graham Greene, Gabriel García Márquez no podíamos obtener visas de ingreso a los Estados Unidos.
De modo que cuando Robert Kennedy aprovechó la ausencia de Dean Rusk para darme la famosa visa, Norman estaba en el entonces aeropuerto de Idlewild (destinado, trágicamente, a llamarse Aeropuerto John F. Kennedy) a recogerme y meterme dentro de un torbellino literario capaz de aprovechar mi muy limitado permiso: cinco días nada más, y sólo dentro de los límites de la isla de Manhattan.
"Cómo?" exclamó Mailer mientras cruzábamos la telepatía de alambres, el índice de noche, granito y acero del puente de Hart Crane, "quieres decir que ni siquiera me puedes visitar en mi casa de Brooklyn?" Pues sí: mis cancerberos eran, más bien, émulos paranoicos del Sombrerero Loco de Alicia... Mailer estaba enojado, pero su enojo madness, locura en inglés era la locura tierna, interiorizada, del enojo con su propio país. El hombre que conducía a mi lado era un poco más viejo que yo (cinco años) y tenía una cabellera extremadamente rizada, ojos azules muy inquisitivos y súbitamente agrandados, en sabiduría y niñez, por los anteojos de gruesos cristales que se colocó para acelerar nuestra salvaje carrera hacia Manhattan y la decisión de Norman: íbamos a burlarnos de las autoridades, me iba a llevar a donde se nos pegara la gana. Pues lo que íbamos a hacer Mailer y yo juntos era asistir al nacimiento de la década de los sesenta. Las nuevas discotecas, las muchachas divinas, las nuevas modas, el movimiento todo que en cada esquina iba a despistar la vigilancia del tenebroso aparato de la inteligencia nacional, la CIA y la FBI, ley-dentro-de-la-ley, nación-dentro-de-la-nación. Pronto descubrimos que, a donde quiera que fuésemos, nos seguía un hombrecito con un sombrero de ala sombría y sucia gabardina. Lo bautizamos "Humphrey" y estaba a la salida de todos los lugares donde Mailer y yo entrábamos. Por exótica, laberíntica o intrincada que fuese nuestra fuga, allí estaría, en fiel espera, "Humphrey" a la salida de un apartamento, un bar, una librería o un sitio de jazz. Jazz: su pulso había acompañado mis lecturas de la obra de Mailer, del verdadero heroísmo de la derrota en la victoria (Los desnudos y los muertos), a la epopeya de una nación que esconde sus profundas inseguridades en el desplante galluno de la arrogancia del poder, la avaricia, el sensualismo y la aventura en países totalmente ajenos e incomprensibles para la mente norteamericana, tan segura de que cuanto concierne a los Estados Unidos es de interés universal y, aún más, inteligible para todos. Mailer siempre supo que esto no era cierto. Su obra es un vasto, doloroso intento de multiplicar los puntos de vista sobre los Estados Unidos, llenando los vacíos del idioma y de la sensibilidad. "América es una nación rápida", escribe Norman. La energía es la virtud nacional de los Estados Unidos. Pero al mismo tiempo es un país aburrido; el tedio, escribe Mailer, es "la enfermedad nacional". Para derrotarlo, el norteamericano quiere ser entretenido, entretenido hasta la muerte. Dar la muerte, por ello, es un deporte que asesina a la acedía. Todo ello junto energía y tedio, publicidad y aventura nutre una cultura de la publicidad en la que participan casi todos los norteamericanos, así sea rechazándola, torciéndola o aprovechándose de ella.
Mailer ha sido un guerrillero invasor de la cultura, sufriéndola en la medida en que ayuda a destruirla, revelándola; pero para conocerla debe penetrar sus territorios lodosos, evanescentes, provocadores de conjuntivitis. Qué trofeos lleva a la calma esencial de su apartamento de Brooklyn, a su mujer Noris, a su hijo John Buffalo? Sólo este: un lenguaje que nadie ha escuchado antes (La canción del exterminador), levantado sobre una tragedia que desconoce su nombre (Barbary Shore). La más corrosiva novela jamás escrita sobre Hollywood (The Deer Park); la pesadilla disfrazada de ilusión (El sueño americano).
Lenguaje, punto de vista multiplicado, expansivo, revelador. La publicidad se vuelve destino y es por ello insoportable. La energía se vuelve muerte y es por ello comprensible. Yo le agradezco a Mailer su valiente defensa de escritores extranjeros, que tanto y tantas veces me benefició, hasta que las cláusulas de exclusión ideológica fueron eliminadas hace apenas unos años. Le agradezco, sobre todo, que me haya permitido entender las maneras como la literatura, al revelar la superficie, penetra las profundidades, aunque pagando el precio de convertirse en lo mismo que denuncia y purificándose, al cabo, por su capacidad de inventar una mentira que revela la verdad. Logro doloroso, tortuoso y deslumbrante que siempre me retrotrae, por una razón irracional aunque emocionante, al lugar llamado El escarabajo de oro donde, para siempre, Cannonball Adderley recibe a la década de los sesenta con el genio hondo y hermoso de su saxofón, enviado al mundo con un mensaje de belleza, tristeza, tragedia y esperanza, todo tan mezclado como lo están los Estados Unidos de América, a través de la flauta del Hermano Yusif Lateef, flautista de Hamelin en la noche neoyorquina que conocí con Mailer.