La Jornada Semanal, 21 de abril de 1996


Bestiario

Arreola, Borges, Cortázar y Monterroso son célebres domadores de bestiarios latinoamericanos. A sus espléndidos trofeos se añaden las presas de cuatro mexicanos. Estas cacerías son tan variadas como los géneros que han cultivado los autores. Quirarte y García provienen de la poesía, Aguilar del periodismo y la narrativa, Helguera del poema en prosa. El plural safari brinda una minuciosa celebración de la ballena, una fábula sobre los dos significados del "perezoso", perturbadoras alusiones a los parejos destinos de las siamesas y a la carne que nos nutre, y una parodia sobre la animalidad de nuestra vida política.



Siamesas

Luis Ignacio Helguera



La complicidad de Renata y Roberta alcanza la carne. Su contigüidad no concede la gestación del secreto.

No se siente Roberta la tía de Roberto sino su madre, segunda madre, madre dual: asistió momento por momento a la posesión inolvidable, al embarazo, al parto, a la maternidad; amamantó al bebé cuando se agotaba la leche de su hermana y la envidia del eterno testigo que quiso ser actriz la fue apagando el amor al niño, que Renata quiso inculcar o agradecer al no llamarlo Renato sino Roberto.

Harta quizá la Naturaleza de las quejas del hombre por su soledad insondable, engendró este género de plantas humanas, rama de dos flores, humanos de un cuerpo, cuerpo de dos almas, metempsicosis excéntrica. Se acompañarán bien estos reos de una sola celda y condena?

Naturalmente, cultivaron Renata y Roberta un odio entrañable, ajedrez íntimo desbordado a veces en mordiscos, arañazos, golpes que conocieron como límite único frontera de paz el dolor en la pelvis que las une.

El tiempo ha ido cosechando el equilibrio de dos fuerzas, la disolvencia de los contrastes, finalmente la concordia. Roberta jalaba a la derecha y Renata a la izquierda; Renata era dormilona y Roberta, insomne; Renata era brillante casi y casi opaca Roberta; epicúrea era Renata y Roberta, estoica; a Roberta le gustaba comer y a Renata, beber. Con una adecuada mezcla de epicureísmo y estoicismo compartieron problemas gástricos, sentadas en un mueble sanitario siamés que mandaron fabricar.

El insólito dúo de violín y viola que formaron templó y armonizó sus cuerdas, tanto como su hijo Roberto, verdadero diapasón. Dan finos recitales de música de cámara a los que asiste mucha gente, lamentablemente pocas veces interesada en escuchar.

La vejez las ha vuelto tolerantes y, por fin, una sola persona.

A la luz del sol se lamen ahora como gatas siamesas.



Carnicería


Cuelgan reses sangrantes tan bien dispuestas que parecieran adornar de fiesta brava la carnicería.

Y con arte de torero, rebanando finamente medallones de filete, y furia de toro picado, está uno de los carniceros, el gordo grandote, vociferando con harta grasa contra el otro, el enjuto con bigotito, que allá atrás, cortando chicharrón, masculla frases crujientes y picosas.

Quedejes d'andar de chingaquedito, pinche cabrón! grita el gordote.

Pero el flaco está resentido, y sigue, entre chicharrones, con quién sabe qué canción:

ni qué chorizos ni qué morongas, puto puerco

Quedejes Chingaquedito Cabrón!

morongas, puto puerco

Morado moronga se pone el puerco y cae de golpe sobre el cabrón y le tuerce un brazo y vuela una hoja de chicharrón y "vas a ver cabrón" y le encaja el cuchillo ensangrentado de res en el estómago. Y el flaco se dobla de dolor sobre una mesa, mientras dice el gordo, volviendo al mostrador, como su rostro del morado al rojo, al carne, al blanco:

Ya, ya Chencho, no le hagas al payaso que apenas si te rocé Ándale, ya párate, no seas maricón.

Y, cuchillo en mano, se dirige al único cliente, el único que vio todo, un niño:

Y tú, patroncito, qué vas a llevar?


Lección de Zoología Instantánea

Enrique Aguilar



Ahorita que lo pregunta, no, fíjese que no, no siempre he andado en esto: recuerdo que un tiempo me dio por ser conejo.

Empecé por hacerle al retinto. Ya sabe: al puro parpadeo del cliente se arrebata bolsa, cartera, portafolios o de perdida bolsa con mandado y ¡pata, pata, pata! Sale uno corriendo cual brioso corcel.

Después, cansado de las prisas, me di de alta en la zorreada. Así como para contrastar, no?, porque en lugar de las corretizas a plena luz, ahí había que andar despacito y en la noche. Abusado para que no lo fueran a venadear a uno.

Y no es que al andar de rata hubiera querido vivir de gorrión, porque ese también es trabajo, y hasta más cansado que muchos, porque en él sí: camarón que se duerme, amanece en el tambo. Siempre hay que estar almeja, a las víboras! Trucha desde que abres los ojos y: quiúbole qué, cuántos y de a cómo!, para que no lo vayan a pescar a uno calabaceando como al tigre de Santa Julia, que en paz descanse.

Pero la mera verdad, como ratón no la pegué. Se me hace que eso pasó porque por entonces todavía estaba medio pollo.

Varias veces me pepenaron y mi jefe tuvo que ir a sacarme del chiquero.

Ahí el único quehacer que teníamos los guajolotes que habíamos caído era rascarnos los piojos, tomar el sol como lagartijas y andar pajareando.

Bueno, eso la primera vez, porque luego ya uno aprende cómo está en esa tranza la movida y se da cuenta que ahí de lo que se trata es de ponerse chango para poder pelarse lo más rápido posible al grito de ¡ai nos vemos, vcocodrilo! Es que el director del tribilín para menores estaba dientón, y así le decíamos: El Cocodrilo.

Lo que también cooperó para que me embotellaran es que en el barrio no faltaban chivas que querían hacer méritos con la tecolotiza, para que poco a poco se la dieran aunque fuera de gatos, y entonces los muy puercos nos ponían el dedo encima para que nos cayeran los perros a la de sin susto, y vas pa'trás, a la jaula mi querido Kanguro!

Eso sí que es ser marrano!, a poco no? Quesque viborearlo a uno para dejarlo a merced de los zopilotes, pues como que no va, no?

Después de cada ensartada mi viejo me daba unas zarandeadas que ay ostión!

Primero me ponía como perro bailarín y luego explicaba: no le sueno por tranza sino por maleta. Que te cachen una vez, pasa. Dos... bueno, nadie nace sabiendo. Pero más! Eso ya es de a tiro ser muy buey, y como esto ya es estar queriendo bañar al pescado tómale!, y me terminaba de acompletar.

Hubo veces en que en esas apalcuachadas me dejó los dos ojos de cotorra. Cuando yo andaba convaleciente de las madrinas que él me daba, no se cansaba de repetir como perico: está visto que tú naciste para camello así es que mejor aprende a sobarte el lomo como burro desde ahorita para que después no te caiga de peso.

Y pues por eso estoy aquí, arreando a la borregada y en el acarreo de basura como tlacuache. León Cabrales alias El Kanguro, para servirle a usted, y ahí le va la escoba porque ya estuvo bueno de güiri-güiri!



Inevitabilidad de la ballena

Vicente Quirarte



Han traído a la ciudad un esqueleto de ballena y lo han colocado junto a la plaza donde se levanta el templo.

Pieza por pieza lo han armado para perpetuar su memoria, y que su sangre siga corriendo por la nuestra y su salto congele nuestro asombro.

Monumento de ella misma, catedral de su culto, por sus cavidades el mar es un óleo embravecido, un esmalte templado por lenguas de sirena.

A través de sus tímpanos se cuela un viento que antes ha pasado revista a la austera tropa de los cactos, soldados que no temen el fantasma de la sed.

En esta ciudad se vive de la ballena. En tiendas de vendedores del mar se ofrecen sus reliquias en trozos tallados de palo fierro. (Un indio seri eterniza una ballena con la misma pureza con que su antecesor la fijaba, con tierras rojizas, en la piedra.)

Se imprime la ballena en tazas que después habrán de acompañar el desayuno, o en llaveros para la diaria aventura por las entrañas del otro Leviatán.

A través de esos objetos el viajero intenta conservar al gran animal entrevisto en la bahía, cuando el chorro de vapor suspenso en el aire detuvo el corazón y le limpió los ojos. Por la noche, el mar murmurará en su oído su secreto: sólo se queda aquello que tatúa de las pupilas hacia adentro.

Hay una hora en la que bajan las cortinas y cesa el comercio entre las ballenas y los hombres.

Duerme la ciudad, pero nunca la ballena.

Se ha metido al interior de la alcoba. Hay otro ámbar gris que se diluye en ese lenguaje raras veces pactado entre la mano que adopta el nombre de la araña y tus íntimos túneles donde se han despeñado los mineros. A veces me asalta en el grano de sal donde cesa tu espalda y se disyuntan los senderos.

Todo en la ciudad duerme. Sólo sueña la ballena. En su vientre cabe un hombre llamado Jonás, que iluminó su vientre con una luz que no fecunda pero guía a otras criaturas en la sombra; hay sitio para un niño de madera nacido de la conjunción de un viejo juguetero y una estrella; se busca lugar para la mesa donde comen, duermen y juegan a la espera del héroe los compañeros de aventura del barón de Munchaussen; se alínean los arpones del Pequod y de los otros grandes balleneros.

La ballena sueña con la sed de Ahab, tensa como la de un amante, imposible como la del borracho que no puede decir basta.

Inevitable y sobrada, la ballena.



El perezoso

Alfredo García Valdez



Míralo como lo que es: un obstáculo, un mueble que se niega a moverse, que se carboniza lentamente rodeado de un humo oscuro y grasiento. Tiene cuarenta años y pasa tardes completas en el café mirándose a sí mismo reflejado en la vidriera, aureolado de moscas. Las personas que se le acercaron por accidente y llegaron a conversar media hora con él juran sordamente que jamás repetirán la experiencia. Sostienen que es más fácil saltar con pértiga una pared de dos metros antes que obtener un razonamiento coherente, una idea más o menos clara de este ser en quien la estupidez quiso honrarse a sí misma.

Mientras los hombres lo evitan, se hunde aún más en la impotencia. Pero lo realmente grave es que este ser apartado, mudo y perezoso de cuando en cuando es movido por una punzada de lascivia: entonces levanta una manaza y quiere asir a alguna transeúnte detrás de la vidriera, o bien alza sus húmedos ojos de sapo y palpa así a la linda mesera que debe atenderlo y que lo hace no sin repugnancia. Resbalan como pardos ostiones por sus cabellos, las cóncavas mejillas, los tobillos morenos de la muchacha que se aleja de inmediato. Durante unos minutos deja de ser un mueble y se torna en algo parecido a una tortuga sin caparazón, exponiendo una palpitación sexual que suscita asco y lástima.

Los seres parásitos, ya sean animales o vegetales, pueden tomar muchas formas y posiciones en el espacio de los seres activos. El perezoso llegó un día banal a esa mesa de café y parece que no la abandonará nunca. Se alimenta de ideas y palabras que escucha en las mesas de alrededor. Pasa largas horas jugando con ellas, sopesándolas, ludiéndolas unas con otras, pronunciándolas en voz alta para hacerse el importante. Quien tome asiento cerca de él podrá oír temas disparatados de política, filatelia, anatomía, cibernética. Él devora todo como un agujero abierto en el piso.

Hay pocas cosas que turben el espeso reposo de este ente vegetativo. El rayo blanco que cruza de súbito la vidriera es una de ellas. Sólo él puede adivinar el momento en que caerá y sólo él lo padece: el resplandor plateado ataca su cabeza y luego todo el corpacho se condensa en un callado grito de angustia. La repulsión que causan sus espasmos sexuales es sustituido ahora por una helada piedad: nadie cree que este bulto se recupere jamás de la fulgente espada del vacío. Porque el vacío es el infierno de los perezosos; no conocen mayor dolor ni castigo más definitivo. No sé cuántos años tendrá él soportándolo, de manera recurrente, en este rincón del café donde se carboniza lentamente como un mueble, rodeado de un humo oscuro y grasiento.