Sergio Pitol
Algunos sueños

24 de abril de 1994:

Estoy a punto de abrir la puerta de mi casa cuando un joven se acerca y me pregunta si le permitiría sacar a pasear a Sacho esa tarde. La proposición me viene de perlas, porque tengo que escribir un artículo que debía ya haber terminado. A las cinco de la tarde, la hora del paseo vespertino, pasa por la casa. Me dice que llevará al perro al parque de Los Perros. Sacho sale con él sin protestar, lo que me deja bastante asombrado. Pero no regresa a la hora convenida. Por la mañana, muy angustiado, salgo a preguntar a los vecinos si saben algo de Sacho, si lo han visto con un joven de tales y cuales características, y nadie puede darme razón ni del perro ni de su acompañante. Al mediodía Sacho se presenta en casa, muy maltrecho, sediento e irritable. Llega solo, tiene un collar de cuero diferente al suyo; algo me llama la atención en ese collar pero no logro saber con exactitud qué es. Tiene un grabado que implica algo riesgoso. A esas horas se hace pública la noticia del asesinato de un político local. La ciudad se llena de rumores. Por la noche, en el noticiero de la televisión, me entero de que un personaje sospechoso había estado paseando con un perro por el lugar donde había ocurrido el crimen. Una locutora describe al perro, y todas sus características coinciden con las de Sacho. No me cabe ya la menor duda de que el criminal, o uno de sus cómplices, es el muchacho que se había llevado a Sacho. No logro explicarme cómo pude dejarlo en manos de un desconocido. Mi ansiedad crece a medida que pasa el día. Pueden sospechar que Sacho esté implicado en una conjura, que hasta yo pueda tener ligas con los criminales. A todo esto, Sacho se comporta conmigo con una insolencia infinita, pocas veces lo he visto tan desagradable, como si estuviera resentido y me culpara de los malos ratos pasados la tarde y la noche anterior. Pero, dónde pudo haber pasado la noche? Podría conducirme a ese lugar? Y qué caso tendría intentarlo? No consigo salir de mi perplejidad. Me digo que todo eso no es sino un sueño; lucho por salir de ese sueño antes de que la policía llegue a interrogarme, pero no lo logro. Son precisamente los ladridos de Sacho los que me despiertan del sueño interminable. Está muy irritado. A duras penas puedo ponerle el collar y hacerlo salir para su habitual paseo matutino.

17 de agosto de 1995:He rentado un departamento en una pequeña ciudad costera, tal vez en España, en una región que desconozco. El edificio es anodino, chato, sin ningún elemento de ornato. De vez en cuando tropiezo en la calle con un matrimonio de aspecto tristón; vestidos ambos sin gusto, como si se ocultaran tras de una ropa carente de estilo, pero que, a pesar de todo, llevan con cierta dignidad. Ambos usan gabardinas de color gris rata que acentúa su anonimato. Un día coincidimos en la portería al recoger nuestra correspondencia; luego comenzamos a saludarnos, a cambiar algún comentario sobre el tiempo, hasta que un día empezamos a hacer caminatas juntos. Hablamos de libros, de historia, de arquitectura, pero sin pasar jamás de las banalidades más planas. Nunca hablamos de nosotros, de nuestras profesiones, de nuestro pasado, ni siquiera del motivo de elección de ese lugar tan deslucido donde vivimos. Decir ``hablamos'' es incurrir en una exageración; quien habla siempre es mi vecino, un tipo descolorido, en los inicios de la vejez, sonriente siempre, pero con una sonrisa huidiza, sucia, que produce una actitud de rechazo, por los menos en mí. Nunca pongo demasiada atención a lo que dice, pero de cualquier modo no me molesta salir con la pareja; prefiero ir con ellos que estar solo. En una ocasión en que el marido subió a recoger algo en su departamento. no sé qué me impulsó a decirle a su esposa:Qué amplia información maneja su marido! Jamás me canso de escucharlo! era un elogio evidentemente delirante. La mujer me miró con asombro.

Nunca hubiera creído respondióque fuera usted tan limitado. A mí me parece un soberano imbécil.

A partir de entonces casi no salió con nosotros, y las pocas veces que lo hizo manifestó en todo momento su desprecio al discurso del marido. Pasear con él a solas comenzó a resultarme fastidioso. Todo lo que decía me era incompatible, aunque él parecía dar por hecho que yo compartía sus opiniones. Comencé a evitarlo, pero se las ingeniaba para encontrarme. En varias ocasiones me negué a acompañarlo; parecía no escucharme y seguía parloteando a mi lado. La situación se volvió insufrible. Un día me encontré a su esposa en la farmacia y me quejé del acoso al que su esposo me sometía. Me miró con desprecio, me dijo que me estaba muy bien merecido; durante semanas no había yo hecho sino darle alas a ese pendejo. Durante los siguientes días le hice sentir al tipo que me era intolerable, que prefería quedarme en casa o hacer solo mis paseos. En un principio él no perdía la compostura, ponía si acaso cara de mártir y me reprochaba con humor agridulce mi soberbia; luego comenzaba a sugerir veladamente que tuviera cuidado, que me podía hacer daño, que no minimizara sus capacidades, que si se lo proponía era capaz de hacerme expulsar del edificio; no sólo eso, sino también de la ciudad, tal vez hasta del país; la turbiedad de su sonrisa, la malevolencia de su mirada se acrecían en esos momentos. Paulatinamente aquel sueño se comenzó a transformar en una pesadilla; la acción se paralizaba, las amenazas pronunciadas en voz baja, más bien en tono untuoso, eran ya constantes. Era consciente de que aquello era sólo un sueño, pero ningún esfuerzo podría sacarme de él. Parecía estar condenado de por vida a no poder romper esa situación, tratar de evitar su presencia y no lograrlo, tener que escuchar sus amenazas, como si todo eso se convirtiera en algo cíclico, eterno, sin escapatoria, y aquel fuese el círculo del infierno que me correspondía.