Víctimas de una doble violencia que ninguno de sus ejecutores está dispuesto a deponer, los trabajadores migratorios mexicanos sufren la brutalidad xenofóbica en Estados Unidos, pero también -y de origen- la que emana de un tozudo proyecto político, económico y social que los obliga a buscar opciones allende las fronteras.
La creciente brutalidad contra mexicanos indocumentados que se internan en Estados Unidos en busca del trabajo y el sustento económico que se les niega en su propia tierra, constituye, así, la segunda fase -no por ello menos condenable- de un esquema violatorio de sus derechos elementales sostenido en su propio país.
Más allá de la tradicional bestialidad de las autoridades anglosajonas contra los mojados y del cliché de antimexicanidad que algunos atribuyen a los indocumentados, es necesario ponderar que el aparato productivo del país no ha sido capaz de atender, en cantidad y calidad, las demandas de empleo, seguridad y bienestar de su población.
En una primera fase, el trabajador migrante se aproxima a los centros de empleo en Estados Unidos, pero siempre con la esperanza de contratarse en la frontera dentro de su propio territorio, aunque lejos de su lugar de origen.
Los especialistas subrayan la existencia de una estrecha relación entre distribución del ingreso y migración. Esto, a su vez, tiene que ver tanto con la dinámica de generación de desigualdades económicas estructurales -que no necesariamente guardan relación con los índices de desempleo-, como con niveles de remuneración efectiva muy por debajo de los requeridos para la satisfacción de las necesidades y aspiraciones básicas de las familias mexicanas.
Por otra parte, se estima que los mexicanos que viven y trabajan en Estados Unidos -con autorización e indocumentados- remiten anualmente a México alrededor de 5 mil millones de dólares, monto equiparable al 59 por ciento del valor de las exportaciones de petróleo crudo en 1995 o igual al de la inversión extranjera directa reportada en el mismo año.
De ese total, alrededor del 60 por ciento (3 mil millones) proviene de los trabajadores que viven en California, una de las entidades de Estados Unidos con mayores índices de brutalidad en contra de población de origen mexicano. La cantidad referida sólo representa un pequeño margen de la riqueza generada en California por la mano de obra mexicana.
La información disponible establece que la actividad agrícola aporta el 30 por ciento del producto interno bruto del estado de California, y en la generación de esa riqueza hay que considerar que el 90 por ciento de la mano de obra que participa en el proceso productivo es de procedencia mexicana, autorizada o indocumentada.
Uno de los elementos que en mayor medida ha contribuido a la expansión y fortaleza económica de la agricultura californiana (y obviamente la de sus agricultores), ha sido la contratación masiva de indocumentados mexicanos, a los que tradicionalmente se les paga un menor jornal (dejando a un lado que buena parte de los patrones evaden el pago de impuestos y de la seguridad social), con el pretexto de que los trabajadores no son legales.
Los patrones estadunidenses explotan dos vertientes: el bracero mexicano sabe que aunque se le pague menos que lo establecido, su ingreso será infinitamente superior al que obtendría -de tener empleo- en su país, por lo cual acepta el trato; además, tienen cabal conocimiento del enorme ejército de mano de obra indocumentada a su disposición, por lo que imponen sin miramientos sus condiciones.
A pesar de la xenofobia estadunidense contra la presencia de indocumentados del sur, la economía de la frontera con México mantiene sus niveles de crecimiento con la decidida aportación de los mexicanos: sea por las compras masivas en los comercios del sur estadunidense, sea por los trabajadores que con autorización o sin ella generan riqueza en ese país.
Un estudio de la Universidad Autónoma de Baja California señala que el crecimiento acelerado de la comunidad chicana en Estados Unidos la llevará a ser la minoría más grande de ese país en el año 2000. La tendencia que se observa permite calcular en 12-15 millones las personas de origen mexicano con residencia permanente en Estados Unidos, de las que alrededor del 50 por ciento se concentrarían en el estado de California.
El de la migración de trabajadores mexicanos hacia Estados Unidos es un doble fenómeno, tal como lo prueba el hecho de que a raíz de la puesta en marcha del Programa Bracero, convenido por los gobiernos de México y Estados Unidos en 1942, y que se prolongó hasta 1946, la población de la frontera norte del país mostró un ritmo de crecimiento mucho mayor que la media nacional.
De acuerdo con información de la UABC, entre 1942 y 1960, 4 millones de braceros mexicanos entraron a trabajar legalmente a Estados Unidos, pero en el mismo lapso, 4.7 millones fueron expulsados por haber entrado a trabajar sin documentos migratorios.
Actualmente, según las estadísticas oficiales, cada año se practican alrededor de un millón de deportaciones de Estados Unidos a México, aunque esa cifra no necesariamente corresponde a igual número de personas, pues un solo trabajador puede ser expulsado en varias ocasiones.
Ante este panorama, ¿qué mayor muestra de violencia contra un ser humano que brindarle la única opción de abandonar su país o morir de hambre; qué mayor brutalidad que reducir prácticamente a cero sus condiciones de vida, en aras de la nunca alcanzada solidez de un excluyente proyecto político, económico y social?.
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Carlos Fernández-Vega [email protected]