Miguel Covián Pérez
Delincuente juvenil

Se acentúa la controversia sobre las reformas constitucionales aprobadas por la Cámara de Senadores como primer paso para dar sustento a un nuevo ordenamiento que permita a las autoridades contar con medios más idóneos para combatir al crimen organizado. Uno de los componentes del proyecto es la reducción de la edad mínima, de 18 a 16 años, para considerar penalmente imputables a quienes cometan delitos formando parte de una organización criminal. Los argumentos en contra de esta medida son varios, algunos atendibles y otros no.

Entre estos últimos, me referiré al que invoca a la Convención sobre los Derechos del Niño, suscrita en su oportunidad por el gobierno mexicano y que supuestamente obliga a los países signatarios a mantener como edad mínima para ser sujeto de responsabilidad penal, los 18 años. Como en muchos otros casos es una afirmación divulgada de buena fe pero con desconocimiento de la fuente jurídica en que pretende fundarse.

La precitada Convención fue adoptada en el seno de la Organización de las Naciones Unidas en noviembre de 1989. Una lectura cuidadosa de su texto completo lleva a la conclusión de que, en ese punto, la obligación contraída por los Estados miembros se reduce a fijar en su legislación una edad mínima para que una persona pueda ser imputable penalmente, pero de ninguna manera es consecuencia del deber contraido que todos los países establezcan una edad predeterminada por la propia Convención.

Por una parte, es cierto que el artículo 1 de ese instrumento multilateral, considera niño a ``todo ser humano menor de 18 años''; pero en ninguno de los siguientes preceptos dispone que los niños incluidos en esa amplia definición deban estar protegidos, cualquiera que sea su edad, por una declaración explícita de ininputabilidad penal. Lo que establece en su artículo 37, dentro de las protecciones especiales que ninguna de las partes signatarias puede dejar de cumplir, es lo siguiente:``Ningún niño será sometido a torturas ni a otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes. No se impondrá la pena capital ni la de prisión perpetua, sin posibilidad de excarcelación, por delitos cometidos por menores de 18 años de edad''.

En buena lógica, lo anterior significa que un Estado signatario de la Convención no está impedido de aplicar sanciones penales a los menores de 18 años, siempre que no sean la pena de muerte o la de prisión perpetua, aunque fueran declarados culpables de delitos que ameritasen esas sanciones extremas. En otras palabras, si fuese cierto que la obligación emanada de la Convención es eximir a los menores de 18 años de todo tipo de responsabilidad penal stricto sensu, ninguna sanción les sería aplicable, por lo cual dejaría de tener justificación racional la prohibición de imponerles dos penas específicas.

La anterior exégesis se confirma por lo dispuesto en el artículo 40, apartado 3, inciso a) de la multicitada Convención, que establece como obligación de los Estados signatarios: ``El establecimiento de una edad mínima antes de la cual se presumirá que los niños no tienen capacidad para infringir las leyes penales''. La frase una edad mínima indica por sí misma que la propia Convención no la determina en su texto y que, por tanto, no tendría por qué ser necesariamente la de 18 años.

Resulta obvio que todos los Estados que son parte de la Convención conservaron la potestad de fijar libremente la edad límite a partir de la cual los sujetos son imputables penalmente, con tal de que fijen una. Los que determinen en su legislación que esa edad es la de 16 años, estarán sometidos únicamente a la restricción de no imponer a los delincuentes que tuvieren entre 16 y 18 años, la pena de muerte o la de prisión perpetua.

Otros argumentos sociológicos, estadísticos o simplemente referidos a los innegables defectos de nuestro sistema penitenciario, son aceptables o debatibles, según el caso, y quizás en otra ocasión los abordemos. Por ahora, mi propósito se constriñe a demostrar que, en materia de normas jurídicas, internas o internacionales, muchos persisten en la mala costumbre de silbar la tonada sin conocer la letra de la canción.