La Jornada Semanal, 17 de marzo de 1996


Encuentros con Andrzejewski

Sergio Pitol

En 1963, Sergio Pitol se instaló en Varsovia, en el Hotel Bristol, y se encontró en el centro de una febril actividad cultural. Pitol venía de varios años de exilio en Pekín y se sorprendió de la apertura política y estética que atravesaba Polonia. Todas las noches, en el bar del Bristol, se reunían cineastas, escritores, pintores, una fauna tan ruidosa como extravagante. Algunas de esas figuras han pasado a la singular narrativa de Pitol, otras han sido reservadas para una aproximación ensayística. Entre ellas se encuentra el novelista Jerzy Andrzejewski, de quien Pitol tradujo Las puertas del paraíso (recientemente reeditado por la Universidad Veracruzana).



Para sus entusiastas, Andrzejewski representaba la moral de la nación, una voz aislada en medio de una muchedumbre de oportunistas, de frívolos o de imbéciles, y durantelos años que viví en Polonia fui testigo de infinitas, interminables y violentas discusiones sobre su personalidad, sus opiniones, su vida. Los cineastas, los escritores jóvenes, los universitarios lo veneraban. Los dogmáticos, la gente de razón, igual la de izquierda que la de derecha, abominaba de él. Los primeros se enorgullecían de su lucidez, de su talento literario, su coherencia y, sobre todo, su valentía, valorsupremo en Polonia. Los otros, los representantes del orden, católicos o comunistas, lo aborrecían. Era el peor ejemplo que podía darse a la juventud polaca; la sordidez de su vida, los sitios y la gente que frecuentaba decían lo habrían conducido, en un país que de verdad se respetara, desde muchos años antes a la cárcel. Pensar que aquel pervertido arrogante, amigo de judíos, se atreviera a hablar de moral pública los hacía temblar de ira. Viví durante una larga temporada en el Hotel Bristol, en el centro de Varsovia, en cuyo interior había un pequeño café-bar extremadamente agradable, donde pude contemplar de cerca a Marlene Dietrich, a Jacques Brel, a Peter Brook, a Arthur Rubinstein, a Claudio Arrau, a Giorgio Strehler, a Ella Fitzgerald, a Luchino Visconti. Esos huéspedes ilustres y vistosos se hospedaban en el Bristol cuando pasaban por Varsovia; el local era frecuentado también por escritores y artistas polacos. Por supuesto, yo visitaba todas las tardes ese lugar entretenidísimo. En varias ocasiones vi allí al novelista conversar con Andrzej Wajda, el cineasta, quien había transformado la novela de Andrzejewski, Cenizas y diamantes, en una película excepcional. Trabajaban, al parecer, en un nuevo argumento; leían, tomaban vodka y discutían sin cesar. Al final se les unían actrices y actores famosos, de manera que su mesa se convertía inevitablemente en el centro de las miradas del café.

No recuerdo quién me presentó con él, pero sí que en ese primer encuentro habló de Dostoievski, de Crimen y castigo en especial. Dijo con displicencia, levantando los hombros, que los polacos jamás llegarían a entender a Dostoievski. Trataban de aproximarse a él sólo por el flanco religioso. Habían convertido el libro de Romano Guardini en un ABC del que les daba pánico alejarse. Leer a Dostoievski era para ellos un modo de rezar. "Si se les dijera que es mucho más importante atender a la batalla librada en cualquiera de sus grandes páginas entre el instinto y la razón, y el sentimiento de victoria y de derrota que ambos contendientes compartían después del combate, mis compatriotas se quedarían atónitos, porque eso no está escrito en su devocionario. Lo único que les interesa es eso, el devocionario, no sólo a los católicos sino más aún a los comunistas", y volvía a alzarse de hombros como si tratara de desprenderse de un pesado fardo, al mismo tiempo que pasaba por sus ojos la sombra de un relámpago. En otra ocasión le oí comentar que de los narradores hispanoamericanos traducidos al polaco, que eran entonces todavía pocos, el único que le había logrado interesar era Carpentier. No Los pasos perdidos, advertía, donde la opulencia del lenguaje y la magistral arquitectura se desperdiciaban en un tema insignificante: la búsqueda inútil de las fuentes de la creación y el intento de encontrarlas en las vetas más primarias, en la selva, nada menos, en contraposición a los módulos elaborados por los hombres durante siglos de trabajo. Esa oposición le parecía infantil. "Sólo los nacionalistas polacos más primitivos podrían sostener esas tonterías. Para ellos, el folclor es el mayor don que la humanidad ha recibido de los dioses." El siglo de las luces era ya otra cosa. "Cualquiera que haya vivido la ocupación alemana y la fase más dura del Estado totalitario, podría leer ese libro como si esa historia sobre ideales traicionados formara parte de su propia experiencia. Cuando llegué al último párrafo volví a iniciar la lectura de ese libro excepcional." Declaraba que en la literatura sólo apreciaba los verdaderos retos, la búsqueda de la gran forma, y que en Polonia los novelistas se habían vuelto tan perezosos y estaban tan desmoralizados que nadie se atrevía a emprender un esfuerzo tan ambicioso como el que se había impuesto Carpentier en ese libro. Alguien mencionó entoncesuna novela reciente de Jaroslaw Iwaszkiewicz, varios volúmenes sobre varias generaciones de una familia que ejemplificaba las vicisitudes polacas de este siglo, y preguntó con fingida inocencia si no podría ser ése el equivalente buscado. Andrzejewski volvía a levantar los hombros, lanzaba una mirada incandescente, sonreía con sarcasmo y pronunciaba una palabra en argot que yo no comprendía pero que provocaba una risa perversa en todos los presentes.

Para entonces yo ya había leído Las puertas del paraíso y había recomendado el libro a varios editores de lengua española. Un día llegó un contrato con la solicitud de entregárselo al autor para su firma. Lo llamé por teléfono y al mediodía nos encontramos en el café interior del Bristol, una hora neutra, sin tertulias ni personajes brillantes. Parecía asombrarlo que una novela suya, y ésa precisamente, fuera a ser publicada en México, país del que no conocía sino algunos personajes y episodios de la Revolución. Fue la primera vez que conversé con él a solas. Recibió con escepticismo, como si fuera una broma que debía tolerar, mis comentarios entusiastas sobre su novela. Habló, en cambio, con pasión, de Conrad y Thomas Mann, cuya profunda grandeza, decía, pocos de sus connacionales habían logrado comprender. Fustigaba sin cesar las limitacionesde los polacos pero, a la vez y eso no dejaba de sorprenderme, refería el valor de toda obra literaria a las circunstancias de su país, a sus tragedias históricas, a su pasado sangriento y su presente mediocre, lo que me parecía una forma más sofisticada y ligeramente cómica de nacionalismo. A partir de entonces nos reunimos unas cuatro o cinco veces en las siguientes semanas para resolver algunos problemas de la traducción; durante las breves pausas yo lo interrogaba sobre algunos escritores polacos. Por lo general, al mencionarle el nombre de un autor, él hacía un gestocon la mano como si espantara a una mosca y musitaba: "Es un imbécil", o "Tiene el cerebro de una pulga". Respetaba enormemente a Bruno Schultz. Es extraño, pero no logro recordar ninguna opinión suya sobre Gombrowicz, de quien por fuerza tuvimos que haber hablado. Si al mediodía conversábamos de literatura, cuando por las noches lo encontraba en un local nocturno de la calle Foksal, el tema de las conversaciones era por completo distinto. Aun en la frivolidad era severo y hasta teorizante. De lo que yo era consciente es que tanto en las sesiones diurnas como en los casuales encuentros nocturnos siempre en torno a su mesa se establecía, y me parece que por voluntad suya, un muro invisible más allá del cual el mundo dejaba de existir.

Después de haber traducido Las puertas del paraíso alguien puso en mis manos El pensamiento cautivo, de Czeslaw Milosz. Acabé de leerlo con la sensación de haber recibido una paliza inexplicable. Me resultaba inconcecible que el poeta exiliado hubiera podido incorporar a su libro una semblanza biográfica tan hiriente y ofensiva de un escritor a quien los mejores polacos señalaban como un paradigma de la dignidad nacional. El hecho de que Milosz iniciara aquel texto con el recuento de una entrañable amistad juvenil, casi una hermandad, y relatara uno de los atroces momentos compartidos durante la ocupación alemana y aun después, me parecía potenciar el agravio. Era como jactarse de haber apuñalado a alguien por la espalda para luego revelar frívolamente que el difunto era su propio hermano. El pensamiento cautivo apareció en Estados Unidos en 1951, en los momentos más ásperos de la guerra fría, y, como sucede siempre con un libro político escrito con honestidad, irritó tanto a la izquierda como a la derecha. De ninguna manera era un panfleto, sino un relato autobiográfico que recogía una infinidad de matices, y que trataba de explicar al lector extranjero el complejo nudo de pasiones y de experiencias que hacían de la historia de su país una historia muy diferente a la de otras naciones europeas. No se trataba de un mundo de buenos y malos absolutos, sino el resultado de circunstancias heredadas de siglos, un mundo enrarecido y afiebrado por la historia. Cuando Milosz recibió el Premio Nobel hizo uno de sus primeros viajes a Polonia, no recuerdo si fue el primero o el segundo, después de treinta años de ausencia. Hubo un acto cargado de emoción, donde el poeta leyó sus poemas. En primera fila estaba sentado Andrzejewski. Habían, al parecer, dejado de ser los hermanos enemigos.

Poco antes de iniciar estas páginas releí El pensamiento cautivo, y lo encontré notable; los inmensos cambios producidos en Polonia, impensables en la época en que Milosz lo escribió, pusieron muchas cosas en su lugar y aclararon otras. Se advierte en el libro una pasión que no difiere demasiado de las que se viven durante una guerra civil: saber que el hermano se ha pasado al campo contrario es un agravio que parece imposible perdonar, una herida que tarda más que cualquier otra en cicatrizar. Se enredan de golpe muchos hilos, se mueven de modo imprevisible tejidos muy delicados, se revisa, etapa por etapa, la conducta pasada del hermano y en cada una de ellas se encuentran motivos de reproche, se alcanza una tensión insoportable hasta que un detonante, cualquiera que sea, produce el estallido.

Milosz alude en repetidas ocasiones a la inaudita soberbia, la intolerable altanería con que Andrzejewski acostumbraba moverse por el mundo; reconoce por ejemplo la actividad casi suicida que lo caracterizó durante los años más oscuros de la ocupación alemana, pero no deja de mencionar el carácter protagónico que esa actividad revestía y hasta llega a reprocharle ser tan perfecto en los años terribles, cuando la vida estaba constantemente en juego. Encuentra ese mismo afán organizativo, es decir de dirección, durante el periodo de militancia comunista. Minimiza la calidad de una novela en verdad importante, Cenizas y diamantes, a la que se refiere como una muestra de literatura ideologizada, y en esto último se equivoca. Andrzejewski debe haber sido intolerable, eso es seguro, tanto en el papel de intelectual católico como en el de escritor comunista. Sólo que ahora sabemos que esos hechos constituyen sólo el fragmento de una historia más larga, muy lejos de haber quedado concluida cuando se escribió El pensamiento cautivo. Todo lo que siguió, exigió un valor inmenso. Renunciar con un mínimo puñado de escritores a la militancia en el Partido Comunista, en protesta por la ocupación militar rusa en Hungría en 1956, no era una broma. Tomar una decisión de ese calibre en un país donde el Partido estaba en el poder, y hacerlo en aquellos años, tenía algo de irreal y mucho de verdaderamente heroico. Del Partido se salía por muerte natural o por expulsión, y es bien sabido lo que la expulsión significaba. Escribiry publicar la literatura que produjo Andrzejewski a partir de entonces exigía un valor descomunal. Es posible que su liberación personal, su decisión de no hacer concesiones se sostuviera en esa soberbia diabólica que fue el componente más excesivamente visible de su personalidad. Quizás, en el fondo, acuciado por un antiguo afán religioso, le hubiera gustado ser mártir y morir como tal. No lo logró. Logró en cambio dejar tras de sí páginas perfectas. Las puertas del paraíso es quizá la más clara prueba de ello.