La Jornada Semanal, 17 de marzo de 1996
La reedición de la Vida de Benvenuto Cellini, florentino,
escrita por él mismo vuelve a poner en escena el tema de
la autobiografía, que siempre crea inquietudes y plantea
problemas. Por supuesto, ésta es celebérrima y el
volumen que tenemos ahora ante la vista, publicado por la UNAM (en
traducción de Guillermo Cervantes), favorece toda clase de
especulaciones no sólo acerca de la oportunidad de una
reedición semejante sino, sobre todo, acerca de la existencia
de uno de los artistas más problemáticos del
Renacimiento italiano.
Esto último, desde luego, puede parecer lo principal no sólo por lo que sabemos del milagroso arte renacentista sino porque nos ayuda considerablemente lo que hizo el cine con las vidas de artistas: baste recordar, tan sólo, el Andrei Rublev, de Tarkovsky, o el Caravaggio, de Derek Jarman, para hacerse una idea aproximada del interés que el periodo tiene para lectores de fines del siglo XX. El cine es, en los tiempos que corren, una extraordinaria ortopedia para aproximarse a una experiencia histórico-estética que el auge romántico, por dar un ejemplo, eclipsó durante un tiempo, recluyendo esa riqueza en los museos, funerariamente. Podría uno preguntarse qué da el cine en materia de recuperación de experiencias artísticas tan extremas y, si lo pensamos un poco, veríamos que es semejante a lo que parecen ofrecer, según lo consagran las lecturas más corrientes, las autobiografías mismas, esos relatos de vida en los que las acciones necesitan ser interesantes para justificar más la vida que la obra. Dicho de otro modo, se da más importancia al costado psicológico, personal, de hombres que quisieron explicarse en un momento determinado de sus vidas, cuando sus obras ya estaban completamente hechas, así como estaba configurado el juicio social sobre ellas, pero algo faltaba para que la gloria sellara una quizá deseable unidad entre destino artístico y vida vivida.
La autobiografía de Cellini es célebre, y a tal grado que desde antiguo se ha considerado que, como texto, tiene tantos valores como las obras de orfebrería o estatuaria de su autor. Con ser notable, y de un interés superior, no creo, sin embargo, que se compare con la impresión de omnipotencia que produce el Perseo, ubicado soberanamente en la Piazza de la Signoria, en Florencia, junto al David de ese otro gigante, Buonarroti. Pero el problema subsiste y es un problema serio, que no se presenta por lo general en el caso de las autobiografías de los políticos del siglo XIX, que suelen poner más el acento en su autodefensa que en los reclamos de la sinceridad. En ese sentido, si bien es posible que Cellini haya traficado con sus recuerdos al escribirlos, el bajo índice de ocultamiento de sus crímenes y bajezas, junto con la exaltación de sus indiscutibles virtudes artísticas, permite pensar, al menos, que la ecuación entre experiencias difícilmente confesables y voluntad de explicar una vida consagrada al arte es bastante convincente, de modo tal que el personaje convoca, seduce, inclusive hace visible la imagen que traza de sí mismo y del complejo mundo en el que se mueve.
Cellini nació en 1500 y murió 71 años después; es fácil imaginar la excepcionalidad del mundo en el que le tocó vivir. También lo es, al leer su escrito, admitir que un artista no era precisamente un becario, aunque viviera protegido y sometido por dignatarios que concebían el poder como ocasión para el ornato de sus personas, habitaciones y cargos, más que para hacer algo por la felicidad de aquellos a quienes regían. Todavía es un misterio por qué los reyes, duques, papas y cardenales con sus respectivas consortes y bastardos ponían más pasión en los desórdenes sexuales que en gobernar con sabiduría y templanza, por qué consideraban que el oro acumulado en virtud de un comercio floreciente o de conquistas absurdas debía fundirse para lucirlo en los cuellos de las queridas o en los ropajes de las grandes ocasiones, que por otra parte parecían ser cotidianas. Tal vez creyeran ingenuamente que la Antigüedad, a la que imitaban, había sido así y que el Dios Todopoderoso estaba feliz al verlos tan prósperos, tan fruto de una razón que había venido al mundo con otros fines muy diferentes. Pero eso, en fin, es el Renacimiento, y es lo que es, lo que no quita que haya favorecido y permitido un arte excelso, en muchos casos superior al de la antigüedad, y una correlativa secuela de iniquidades de las que los artistas debían salvarse aunque a veces, como en el caso de Cellini, complicándose con ellas. Acaso vivimos un tiempo semejante, con fortunas inmensas, para defender las cuales el asesinato familiar no es obstáculo, así como no lo es la miseria de pueblos a los que se les saca la sangre como lo hacían los Médicis o los Borgia, que tanto explotaron a Cellini, Buonarroti, Raffaello, etcétera?
Este desvío argumental pone en evidencia el riesgo que acecha a una lectura actual de textos de entonces, la analogía, el parecido fácil, la corrupción que parece haberse quedado instalada para siempre una vez que llegó al mundo. Yo quisiera, pese al atractivo que tiene leer de este modo, apartarme un poco en el caso de Cellini, pero no porque tenga una particular simpatía por el personaje; reconozco que debe haber sido asombroso y que su existencia estuvo marcada por la ambición, el furor, el mal y el genio, todo junto, y que no pocas abyecciones jalonaron su existencia. Puedo comprender de qué modo el sistema de protección de reyes, papas y duques pudo haber incidido en sus bajezas pero no en su arte; me doy cuenta de que vivió de la manera fantástica en que se vivía en el siglo XVI, mezcla de vanidad, vicios secretos conocidos de todos, inescrupulosidades, crímenes y enfermedades fatales; aprendo algo sobre venganzas y armas dispuestas a salir en cualquier momento de sus estuches; entiendo los sufrimientos y las torturas que padeció, por su propia culpa o por la envidia y la injusticia de sus enemigos, así como me parece impresionante la energía física de que estaba dotado para llevar a cabo obras de dimensiones impensables en nuestro siglo de superficies lisas y de significaciones implícitas.
En cuanto a lo artístico, las reflexiones que hace sobre su arte y, sobre todo, la fuerza de la composición, indican que vive en el momento más glorioso de la historia de la representación; respecto a lo vital, es un hombre de su tiempo, busca la fama y aspira a ser reconocido por la corte, es audaz e inescrupuloso, carece de moral personal y social pero la posee en alto grado en cuanto a su obra; en fin, un renacentista como se supone que lo fue, para otras hazañas, Hernán Cortés, quien por la misma época andaba por otros lugares realizando hazañas de otros alcances pero de similares características filosóficas, por decir así. Sin embargo, la lectura de esta autobiografía me suscita otras imágenes o sensaciones, menos trascendentes quizás, históricamente hablando.
La primera es la de la "oscuridad". Parece una paradoja para el Renacimiento, un modo de "siglo de luces" antes del propio Siglo de las Luces. La oscuridad por contraste, la noche, en suma, del tiempo de Cellini: la imagino procelosa y sombría, me pregunto qué ocurría durante su transcurso, cuando no se podía grabar, cincelar ni esculpir; la imagino enferma y traidora, sin ninguna garantía para la salud de nadie; la imagino como un viaje incesante que cada cual debía realizar y del que difícilmente se podía salir indemne. Correlativamente, imagino la vida palaciega y las asechanzas, puedo comprender, de este modo, cuántas veces y de qué modo, desde qué sombras, se trató de envenenar a Benvenuto.
La segunda es la de la enfermedad y las curaciones; Benvenuto se salva varias veces por milagro pero muchos sucumben, los medicamentos y los médicos asesinan antes que curar, los síntomas son de inmediato fatales, no se habla de agua ni de baños, se mencionan súbitas diarreas que se llevan a poblaciones enteras, comidas que hacen un daño infinito, la sífilis es cosa de todos los días, la muerte viene tan rápido que el autobiógrafo no se da casi cuenta. Uno se pregunta cómo pudieron sobrevivir en esa atmósfera seres sensibles como Leonardo, Miguel Ángel, Pontormo, el propio Cellini.
La tercera es la del amor, inexistente o tortuoso, vicioso; a nadie le extraña la sodomía, nadie se preocupa por las violaciones o la prostitución, sí por salir absuelto en los juicios, escasos, que por razones diferentes a una moral sexual tienen lugar frente a jueces a los que nada de eso les importa. Si hay hijos no salen del amor sino del aprovechamiento, una criada que está a tiro, una "corneja", vaya uno a saber qué papel, salvo el de descarga, desempeñan los genitales de esa sociedad en la que todos engañan y mienten, todos aprovechan y traicionan, nadie paga lo que debe y, sin embargo, son capaces de asesinar si se les reclaman las promesas.
Imágenes del mundo tal cual es, se dirá. Cellini no parece escandalizado por tales desajustes; su problema es actuar en él y salir lo menos perjudicado posible. Tiene en su favor un rasgo: es capaz de derrotar la sordidez de los poderosos con tal de ver una pieza cincelada, una moneda grabada, una estatua concluida. Como previendo una ideología que se impondrá algunos siglos después, Cellini dice explícitamente que la vida debe ser quemada en favor del arte. Lo que no es poco para alguien que pretende la intensidad y rompe todos los límites. El único que permanece es el de la belleza: la contempla atónito y se somete a ella, le entrega todo y a ella sacrifica todo: cree ser el mejor, sin duda, pero ello no resulta de una vana jactancia sino de una visión muy precisa de lo que es capaz de pensar y ejecutar. Pero vaya uno a saber si creía esto; en todo caso es lo que escribe, y si miente no importa demasiado, traza de todos modos un cuadro más que animado de sí mismo y de un tiempo, el de los comienzos de la modernidad, cuyos alcances todavía no hemos terminado de comprender.