La Jornada Semanal, 17 de marzo de 1996
A Louis Panabière (1935-1995) lo conocí como editor por un manuscrito que, andando el tiempo y traducción y edición de por medio, sería conocido como Jorge Cuesta. Itinerario de una disidencia. Se trata de algo más que una biografía intelectual o una arqueología de ese saber de soledades en comunión ética y estética que fue el de los Contemporáneos. Jorge Cuesta. Itinerario de una disidencia no sólo restituyó al poeta y ensayista mexicano su lugar central en la articulación del discurso literario y cultural mexicano. A partir de la reconstrucción paciente y documentada de los motivos interiores, intelectuales y políticos que engendraron la obra poética y ensayística de Cuesta, Panabière hizo surgir todo un continente poético y literario, armó el rompecabezas de una idea de la literatura y de la cultura la de los Contemporáneos y dio razón documental y analítica a la trascendencia de una generación cuyo peso articulador había sido subrayado por personajes como Octavio Paz y Juan García Ponce. Panabière hizo algo más: puso a dialogar a contemporáneos con la historia nacional y con la cultura europea, demostrando palpablemente cómo esa aventura intelectual fue también una apuesta y una empresa, una hazaña de la sociedad civil frente a la devoradora institución imaginaria del Estado-nación. Un libro como el de Panabière sobre Cuesta, con su honestidad y probidad académicas y su realizado anhelo de unidad interpretativa, es sin duda una de las cosas más afortunadas que han sucedido en la historia literaria mexicana e hispanoamericana. El trabajo de edición y traducción fue laborioso y durante su curso Panabière me dio no pocas lecciones de paciencia y capacidad de diálogo. Muy pronto, el comercio editorial cedió el paso a la amistad. Una amistad abierta al tiempo y a los demás. Gracias a él conocí a algunos de sus amigos, que ahora lo son míos como Jean Meyer y Jean-Jacques Pécassou, pero sobre todo le debo haber regresado, intelectualmente hablando, a México, haber superado ese odio al país natal de que habló Leopardi, transformándolo en piedad disidente o distancia piadosa. La amistad con Louis traducida en un ir y venir de cartas durante más de quince años pero ante todo cifrada en el encuentro espontáneo de libros y lugares teóricos que frecuentábamos sin saber que el otro los practicaba, la amistad, digo, no me impidió darme cuenta de que Panabière era un maestro, alguien que es dueño de un conocimiento y sabe cómo transmitirlo. No podría resumir del todo esa enseñanza pues todavía la imparte en el recuerdo, pero intentaré dar una clave. Es la lección de Ulises, la conciencia de que sólo volviendo se recupera el sentido. Creo que Panabière vivió siempre, y me consta durante los últimos años, como filósofo, identificado con la antigüedad estoica, epicúrea o cínica. Hacía tai-chi y salía todas las mañanas a pasear por el campo a Hispalis, el labrador dorado, en compañía del cual hizo su último deportivo paseo. Un maestro y un filósofo, es decir, todo lo contrario de un profesor, de un burócrata del conocimiento que administra su tiempo y mide sus pasos en busca de un escalafón. Y aun ahí, en el páramo académico, dio vida, junto con su amigo Jean Meyer, al Centro de Estudios Mexicanos en la Universidad de Perpignan, cuyo significado para la cultura nacional todavía está por estudiarse.
Su figura ágil, su rostro de barba entrecana y ojos azules irradiaba nobleza, y a su lado no pocas veces me sentí junto a un hombre del Mediterráneo salido de la Ilíada o la Odisea. Con insaciable afán leía literatura, historia, filosofía, poesía y crítica de arte. Como lector, era dueño de un arte doble que le permitía, por un lado, leer varios libros al mismo tiempo siguiendo el dédalo de un invisible tema, y por el otro, releer y regresar con la misma intensa voracidad. Pasó más de la mitad de su vida fuera de Francia, en América Latina, en México y en Perú, donde fraternizó con Sebastián Salazar Bondy y con José María Arguedas del cual guardó, además de algunas cartas, un fervoroso recuerdo. Nacido en 1935, en el año generoso del Jabalí, según el horóscopo chino, pudo conocer los ásperos años de la guerra y de la posguerra, barajó con las hojas del calendario las cartas de Argelia, Indochina, Vietnam, Cuba, la América Latina del Che. En mayo de '68 lo sorprendieron los cabalísticos 33 años leyendo a René Char y a Góngora, como luego a Castoriadis y a Valéry. Era, como buen jabalí, magnánimo, guerrero impecable en el sentido de Castaneda, autor que, por cierto, no le interesaba. Además de filósofo y poeta, era un juglar que sabía tocar la guitarra y cantar con malicia más de un centenar de canciones compuestas por él mismo con imaginación. Canciones provocadoras, saludablemente impúdicas, que hubiesen hecho reír a Foucault con su mezcla cómica de sexo y poder. Desde luego, también sabía cantar aires mexicanos Juan Charrasqueado, la Adelita, Rosita Alvírez, y un ramillete de corridos de la Revolución que sólo él sabía de dónde había sacado, y por supuesto valsecitos peruanos, fandangos y sevillanas. Le gustaba romper las convenciones con astucia anarca. Adquirió con el dinero moderado de una herencia, un Jaguar verde como el jade, en el cual salía a pasear por las carreteras tortuosas de su querido país catalán. En él vivía la Francia de Sartre y de Camus, pero también el México de Jorge Cuesta, de Vasconcelos y de Siqueiros, el Perú de Arguedas.
Versificaba con espontánea facilidad pero no le gustaba imaginarse como poeta, a pesar de que sus canciones revelan a un fabulista que sabe deletrear con gracia y desparpajo de Aristófanes las impudicias del siglo y las arrogancias de la moderna Lutecia.
Cuando vivió en México, recorrió por dentro y por fuera todos los peldaños de la pirámide social y cultural, y nos enseñó con su presencia convivial y su curiosidad infatigable que la cultura es saber y acción de la convivencia, amistad abierta y plural con las diversas raíces y troncos. Más que un saber, más que una cultura, esa amistad era como una guía para el retorno a nosotros mismos, un oficio de piedad, tarea de la concordia.
Porque era él, parce que c'était Louis: compartimos a Montaigne, y a esa sabiduría de los antiguos puesta a prueba por la violencia moderna a la que, por cierto, era alérgico en todas sus formas. Inmune al chantaje del terror pero también a la seducción del autoritarismo y de la autoridad por académica y culturalmente correcta que fuese su máscara. Practicaba la amistad como una militancia, y sus deberes eran para él una misión a la vez milenaria y secreta, eficaz e inmemorial; sabía advertir que en el amigo se depositaban líneas incalculables de fuerza, pero su idea de la libertad lo conducía a una línea límite donde ya sólo él podía seguir dialogando en silencio con el mundo mediante la acción y el pensamiento. Panabière, el maestro, tenía un infatigable instinto para prestar ayuda y retirarse en el momento oportuno. Sólo la ayuda necesaria para que cada cual siguiera su camino... por eso sabía poner a prueba no sólo a los hombres sino aun a las ideas obligándolas a dar el salto mortal de la paradoja o de la universalidad. Así, por ejemplo, el discurso cultural que fuese capaz de ensancharse hasta abarcar y comprender a todos los habitantesde la ciudad le parecía vacuo y municipal. En consecuencia, el filósofo (le hubiese dicho el hombre íntegro) era el hombre capaz de hablar todos los idiomas, dominar la lengua del campo y de la ciudad, de la juventud y de la vejez, el idioma de la música y del silencio. Incluso la lengua ambigua, enferma de arrepentimientos y remordimientos,de la pobre puta, la política. Su crítica a la cultura mexicana, por no decir a la francesa, expresada en su libro Ciudad águila, villa serpiente debe ser leída a esa luz. México, país rico en tradiciones y dueño de una verdadera cultura popular, ha sido también un país ávido de afirmarse como nación y para ello le ha sido preciso forjar una alta cultura, una cultura educada capaz si no de rivalizar, sí al menos de asimilar la de las metrópolis. Sin embargo, esa fragua aristocrática puede ser un espejismo si no se sacrifica a sí misma, y su rigor volverse rigidez si no se templa en la fragua telúrica. Ése es el camino sobre el filo de la navaja que cumple la cultura, según Panabière, pues en todo momento corre el riesgo, por un lado, de corromperse en la adulación plebeya y, por el otro, de traicionar sus raíces y transformarse en juego pirotécnico, despiadada y soltera maquinaria barroca. El destino vivo de la cultura mexicana gravitaría entonces en torno a la fuerza prometeica, plástica y sacrificial del águila y la serpiente, del águila en la serpiente, en su capacidad, en fin, de abrirse al otro. La heterogeneidad concebida como una puerta y no como un muro es una de las lecciones del pensamiento crítico de este francés educado en Lafontaine y en Brassens, en Villaurrutia y en los corridos, en la escultura etrusca y en el arte de la más disolvente vanguardia. No es fortuita la invocación a Prometeo al hablar de Louis Panabière, a quien le obsesionaba la idea de que la cultura griega no había sabido mantener con vida al Minotauro. En los últimos años, Panabière se preguntó por la idea de la vida y de la filosofía practicada por los cínicos griegos que repudiaban a Prometeo por haber robado el fuego, prohibido el incesto y el canibalismo, pero sobre todo por haber establecido entre los hombres la supersticiosa costumbre de la sepultura. La idea de que el cuerpo debe descansar en un túmulo o cripta, la identidad perpetuase en una familia o en un conjunto de propiedades, la inteligencia edificar una obra y prolongar su poder en ella era ajena a los cínicos que sabían como el poeta de El cementerio marino que también las civilizaciones mueren para que perdure la paideia; por estos motivos no juzgo en modo alguno escasa la obra de este maestro disidente y quiero ver en la interrupción repentina de su viaje otra lección de su elegancia. Constato aquí, a la vez más grave y más ligero el exceso de su memoria.