La Jornada Semanal, 17 de marzo de 1996
A Tununa Mercado
Llega el momento en que es preciso hacer cuentas con el tiempo, tan elusivo y tan presente. El rumbo se modifica, el énfasis cambia de sitio. Tal vez uno se vigile ahora con un cuidado mucho más acucioso. Uno que ha sido el cobayo al que indefectiblemente se recurre. Y no porque se pretenda vomitar los ínfimos sucesos de la vida privada, que casi nunca ofrecen la relevancia para ser objeto suficiente de escritura. Sino porque de qué se parte si no de lo que nos es propio: nuestra mirada, nuestra percepción más amplia o menos, más fina o menos, más incisiva o menos.
El mundo sólo puede aprehenderse con las herramientas de cada quien. Con los cinco sentidos que se distienden y ramifican para florecer al interior, como florece con el tiempo un codito vegetal, hasta llegar a convertirse en enredadera. Enredadera que precisa desenredarse, puesto que el tiempo es gran conspirador, enmarañador de la memoria. Y hay que darse prisa, mientras nos sea posible. Enderezar ramas y tallos, podar las hojas. Hacerle frente a la premura cuando las raíces, subterráneas, se entretejen lejos de nuestro alcance en una libertad que se antoja caótica.
Ya se ha recorrido un trecho largo. Atrás quedaron modos, modas, ciertos sobreentendidos que han dejado de serlo. Y surge, entonces, la necesidad de rescatar los fulgores pretéritos del fuego, acaso hoy meros rescoldos de la ciudad, la cotidiana costumbre, las palabras mismas que ya son otras. Así como otros son los anhelos, las búsquedas, las esperanzas, los temores. Además, la memoria acaba perdiendo la nitidez de sus filos.
El tiempo se hace presente en la piel y debajo de ésta. La imagen que el espejo nos devuelve, en la infinitésima primera fracción de un segundo, y la imagen de los otros, que nuestra pupila registra en su propia respuesta de azogue, se desvanecen en un intento por atenuar el horror.
A veces quedamos convencidos de que no existe motivo de alarma, a veces se nos impone la necesidad de dar cuenta de todo, antes de que desaparezca de las anchas carreteras, de las grises circunvoluciones que se han ido angostando, azolvando.
Y así, uno se vuelve observador bárbaramente minucioso. Uno se vuelve su propio espía, al advertir el cambio acelerado del mundo. Las casas derruidas, las calles alteradas, turbia la delgadez del aire, montañas que se ocultan a la vista, el niño que estrena barba, la joven mujer que se esconde tras su cuerpo rotundo de matrona, palabras que cayeron en desuso para ceder su lugar a otras cuyo significado no se conoce bien del todo, el sitio de reunión que ya nadie frecuenta, la música que excitara el deseo y que ahora excita una vaga remembranza, rostros y nombres que no pueden sujetarse unos con otros.
El cauce del tiempo se ha vuelto estrepitoso. Su rumor se apropia de los oídos con mayor fuerza que cualquier voz, que cualquier bisbiseo de los aires. Es el crepitar del puchero que bulle al fondo de un cuenco de barro. Ahí dentro se mezclan y confunden los ingredientes. Sólo el sonido de un burbujear constante. Sólo un lento ablandarse, suavizarse los contornos, un desintegrarse acaso dulce. Tiempo que transcurre y que se pretende condensar en el papel, como caldo muy espeso.
Y dentro de la calma, se impone la urgencia que lanza la pluma al rescate no sólo de los momentos idos. Se trata, más bien, de recuperar los trayectos de la mente, los caminos andados. Sí, pero asimismo, las puertas que no se han abierto y que tal vez puedan, todavía, cruzarse. Hay prisa y no la hay. Se ha adquirido la certeza de que, más allá del alcance de la mano, se despliega la claridad de una respuesta que no precisa de preguntas. Ahí está siempre a la misma distancia del horizonte.
De pronto, en esta vigilancia escrupulosa, se vive y se contempla el vivir. Y los hechos cotidianos se deforman para dar paso a la anécdota. Y las personas que nos rodean se convierten en personajes, y los asuntos de la charla se transforman en posible texto. Las historias revolotean, seductoras, por los aires, robándole a la vida su discurrir arbitrario, azaroso, acaso hasta inocente. Porque es preciso darle voz al tiempo y darle tiempo a la voz.
Aquellos ímpetus juveniles con su trecho de espera, aquellos instantes del futuro donde se detendría el paso rápido, aquellos proyectos de reflexión y escritura para más adelante, cuando se estuviera en posesión de un conocimiento decantado que iba a permitir el abordaje de los temas con menos ingenuidad, todo ha sido inscrito ya en el tránsito. La amplia frontera ya no se perfila en la lejanía sedante de la distancia. Sus bordes son ahora más que visibles. Y parece haber aún tanto por decir...
Ese decir que, como siempre, bulle murmurante dentro del cántaro, para manifestarse en su aroma, en el ardor de sus crepitaciones, en el punto exacto de su sabor maduro. Y se consumirá el guiso, y el barro acabará agrietado. Mientras, otro alfarero torneará la arcilla y otras manos prepararán las viandas y otro paladar se aprestará para gozarlas.