Juego contra fuego
MAR DE HISTORIAS Cristina Pacheco
Juego contra fuego
Para mis compañeras del Departamento de Intendencia
Dije que mi hermana estaba a punto de tener su bebé. Me chocó mentir pero no tuve más remedio, pues de otra forma no habría podido salirme de la fábrica a las once para llegar a la escuela a la una. A esas horas me citó la maestra Hilda. Cuando oí su voz en el teléfono pensé lo peor: ``¡Atacaron otra vez a Fidel!'' ``No, el niño está bien, pero necesito que usted y yo hablemos. Es importante''.
Desde que recibí la llamada hasta que me dieron el pase de salida, el tiempo se me hizo eterno y hasta me enojé con una muchacha de intendencia. Ando de peleonera desde el lunes. Es por los nervios. Cuando vuelvo a la casa trato de controlarme porque no es bueno que mi hijo me vea así. Pobre Fidel: quedó bien asustado.
El martes no quiso ir a la escuela, ni porque le aseguré que ya no habría problemas, que la directora acababa de pedirles en la delegación una patrulla. Si no fuera por el temor a que me corran, esa mañana me habría quedado en la casa para no dejar solito a mi niño. Pero ni modo, tuve que hacerlo. Antes de irme hice que Fidel prometiera que no iba a salirse a la calle ni se acercaría a la estufa. ``Y si tocan, sea quien sea, no abres''. Con todo y que estaba muy triste, solté la risa cuando el chiquillo me respondió: ``No te apures. Al que toque le digo que no estoy para que se vaya''.
Camino a la fábrica todavía sentí la tentación de regresarme a la casa, pero luego recordé que ahora con tres faltas injustificadas --llevo dos-- nos suspenden quince días sin goce de sueldo. Con los retardos están igual de sangrones. Al que protesta le dicen que si no le gusta, se vaya: ``Sobran personas que quieran trabajar, y hasta por menos sueldo''. Es cierto, y también que ahorita no puedo darme el lujo de perder mi chamba.
El miércoles en la mañana fue todo un sanquintín: primero porque Fidel no quería levantarse y luego por lo de la torta y el dinero.
--Niño, apúrate, se está haciendo tarde.
--No voy a ir a la escuela.
--Ah, ¿no? Y eso ¡por qué?
--Porque tengo miedo.
Yo también estaba muy temerosa, pero no se lo dije a Fidel. Preferí hacerme la enojada:
--Pues te lo aguantas ¡y ya! Además, tú no te mandas solo. Apúrate. Levántate y que no tenga que repetírtelo--. Me arrepentí de hablarle tan feo y procuré tranquilizarlo: --Además, van a poner una patrulla que dé vueltas por la escuela. Con eso ya no se acercarán los ladrones.
--¿Seguro?
--Segurísimo.
Fidel se levantó y tendió su cama, como todos los días. Cuando terminó entró a la cocina para desayunar. Al verme preparando la torta preguntó para quién era.
--Para tí. Aquí no hay otro niño que vaya a la escuela, ¿o sí?
--No me gustan las tortas. Me dan asco porque el pan se hace todo aguado.
--Tendrás que acostumbrarte a comer eso y no las porquerías que compras en la cooperativa.
--Híjole, ¿a poco ya no vas a darme ni para mi refresco?
--No, lo siento. Es peligroso, ya lo viste tú mismo. De ahora en adelante, aunque tenga que levantarme más temprano, te haré tu lonche. Si llega a caerte un desgraciado, al menos no te quitará el dinero. Me cuesta mucho trabajo ganarlo. Lo necesitamos para otras cosas y no para mantener zánganos.
Creí que con esa explicación bastaba, pero me equivoqué:
--Ay, ma', ¿ves cómo eres? Hace rato dijiste que ya no iban a andar los ladrones por mi escuela.
Me arrepentí de haberlo educado averiguador y tuve que contestarle lo único que se me ocurrió para no seguir asustándolo:
--Yo creo que no irán, pero puede colarse alguno. Si llega a suceder, Dios no lo quiera, le das tu torta y tu limonada.
--Chale, ¿y entonces qué voy a comer en el recreo?
--Pues les pides algo a tus compañeros.
--¿Y si no quieren darme?
--Ay, bueno, pues te aguantas hasta que vuelvas a la casa. ¡Y se acabó! No quiero seguir discutiendo.
Fidel me retobo muy feo pero me hice la tonta y no lo regañé. Pobrecillo: tuvo razón de enojarse pues yo, por más que me apuro, nunca vuelvo a la casa antes de las cuatro y media. Quedarse sin comer hasta esa hora es muy pesado, y más para una criatura.
Desde que entró a la primaria, Fidel y yo salimos juntos en la mañana. En la avenida Cuatro nos separamos: yo sigo a la estación del Metro y él se va a la escuela. Tiene que caminar cinco cuadras. Por allí circulan poquitos coches. Eso que antes me tranquilizaba, me preocupa desde el lunes: día en que sucedió el asalto.
Lo supe en la tarde. Cuando llegué a la casa y vi que estaba allí mi comadre, luego luego pensé que algo le había sucedido a Fidel:
--Lo asaltaron --me dijo Marta. --No quise avisártelo porque pensé que ibas a imaginarte algo mucho peor de lo que sucedió.
Creí que era una broma y me reí de nervios, hasta que mi comadre acabó de explicarme que al poquito rato que me separé del niño, un hombre --``Hasta eso, joven y bien vestido''-- se le acercó y le hizo plática.
--Pero si le ha dicho mil veces que no hable con desconocidos.
--Por eso, Fidel no le contestó; pero dice que cuando pasaron frente al edificio verde, el maldito lo empujó para el zaguán y allí le sacó la pistola.
--¡Virgen Santísima: una pistola!
--Cálmate, no le disparó porque Fidel le entregó enseguida tres pesos que le das. Era lo único que quería el desgraciado, que luego se echó a correr. Pero imagínate qué clase de loco será como para hacerle eso a un niño.
Marta no es mentirosa, pero no podía creerle. Con todo y que me temblaban las piernas, corrí al cuarto. Vi a mi niño dormidito. Iba a despertarlo, pero mi comadre me aconsejó que lo dejara dormir.
--Dios santo ¿qué hago? Puedo sucederle otra vez. ¿Lo saco de la escuela? Aconséjame, comadre, estoy hecha bolas.
--No, eso no servirá de nada. Por lo pronto, hay que pedir más vigilancia.
Le encomendé a Marta que llamara por teléfono a la escuela. Por fortuna la directora de la mañana da clases en la tarde:
--Cuéntale todo lo que pasó. Dile que haga algo, por seguridad de mi hijo y de los otros niños.
Cuando Marta volvió me dijo que la directora iba a pedir una patrulla a la delegación. Más tranquila, esperé a que Fidel se despertara. Entonces me contó lo que le había sucedido. Sentí una tristeza muy grande cuando mi chamaquito de siete años me dijo:
--Mamá: se siente bien feo cuando lo asaltan a uno.
En la escuela ya todo el mundo me conoce como ``la mamá del niño asaltado''. Me di cuenta porque hoy al mediodía, apenas entré en la oficina, otras señoras se acercaron a preguntarme qué podemos hacer con tanta inseguridad: ``Pedirles que nos pongan más patrullas y rezar'', les contesté. No pude oir sus opiniones porque en ese momento me dijeron que la maestra Hilda iba a recibirme. Apenas entré en la oficina vi a Fidel y sobre el escritorio el morralito donde lleva sus útiles.
--¿Hizo algo malo? --le pregunté a la profesora.
--El se lo va a decir. A ver, Fidel, enséñale a tu mami lo que trajiste.
El chamaco se resistió pero luego empezó a sacar sus cosas: lápices, libros, cuadernos y al final la pistola de chispas que le regalé en diciembre. Entonces comprendí por qué me había mandado llamar la maestra Hilda. Está prohibido que los niños lleven juguetes a la escuela. Se lo recordé a Fidel:
--Lo sabes, te lo he repetido varias veces, ¿Para qué sacaste tu pistola?
--Para espantar al ladrón, por si me asalta otra vez.