Las diferencias entre una ciencia y un arte se encuentran principalmente en la mayor o menor intervención que en la permanencia o evolución de sus reglas tiene la iniciativa individual de quienes practican la actividad que se pretende calificar con una u otra denominación. Aun en el campo de las ciencias naturales, las verdades establecidas son susceptibles de revisión, mediante nuevas hipótesis, comprobables o desechables a través de la investigación. Pero ésta se realiza conforme a métodos consagrados y técnicas admitidas por la comunidad científica. El espacio que se deja a la libertad, la imaginación y el telento del investigador es comparativamente reducido.
Respecto de las ciencias sociales, se advierte un fenómeno inverso. La sociología, la economía, la jurisprudencia y la política están construidas sobre unos cuantos principios permanentes, que cubren un segmento evidentemente estrecho dentro de un universo que en su mayor parte se llena con la actividad especulativa de las mentes dedicadas a esas ramas del saber. Es ostensible la diversificación de las corrientes o escuelas que surgen y desaparecen, que predominan o se apagan, que prevalecen durante algún tiempo o se extinguen para siempre.
La política es quizás la más antigua de las actividades humanas. Emergió en el preciso momento en que los hombres se agruparon. Fue un producto del acontecer cotidiano, un imperativo de sobrevivencia del que emergió la formación y aceptación de una voluntad de conducción y de mando, es decir, el poder en su forma originaria. Y como emanación inseparable del poder, aparecen también la política empírica y, más tarde, los primeros balbuceos del arte de la política. Varios siglos después comienzan a configurarse elaboraciones sistemáticas y se abre paso la teoría política, cuyos estudiosos hoy en día reclaman un lugar entre las disciplinas científicas.
El rezago de la política como ciencia, frente al arte de la política y la política empírica (que no tiene siquiera la racionalidad o la intuición de las ciencias y las artes) es cada vez mayor. La fuerza de los intereses utilitarios que intervienen y dominan en los procesos de formación y ejercicio del poder (y sobre todo en la lucha por el poder) aplasta todo esfuerzo intelectual, no digamos para la reordenación, sino aún para la comprensión cabal de las justificaciones y los fines de la política en el mundo real. Y esto ocurre no sólo en nuestro país sino en todos ellos, sin excepción.
Mencionábamos los primeros balbuceos del arte de la política. El investigador francés Luis Renou rescató hace tiempo algunos textos que presumiblemente sirvieron 25 siglos atrás para ilustrar a los reyes de la antigua India acerca de cómo identificar a los amigos y a los enemigos, y aconsejaban el comportamiento que debía seguirse respecto de uno y otros, según la fortaleza o debilidad del poder que encarnaban. Reglas, claras y sencillas, sobre la oportunidad y conveniencia de concertar alianzas políticas.
Hay que distinguir, primero, al amigo del enemigo, lo que no siempre resulta fácil. Se aconseja estudiarlos a través de sus amigos y sus enemigos. Es común que mi amigo parezca serio porque espera ventajas o aguarda mi debilitamiento o pretende ponerse a salvo de un enemigo más poderoso que él. También suele ocurrir que mi enemigo lo sea porque a su vez es enemigo de mi amigo. O bien porque es amigo de mi amigo y recela que yo, el otro amigo de su amigo, pueda volverlo en contra suya o reciba los beneficios que de él esperaba obtener.
Lo curioso de este abanico de posibilidades es que pone en entredicho la regla que ha llegado hasta nuestros días con un valor casi axiomático: el enemigo de mi enemigo es mi amigo. Según el Arthcastra (``La enseñanza del beneficio'') ninguna regla es absoluta, pues sus inferencias cambian según la situación que se vive, sea de paz, de guerra o de doblez. Esta última sería equivalente a proponer la paz mientras se trabaja en el propio fortalecimiento para hacer la guerra.
Aparentemente estas caracterizaciones corresponden exclusivamente a un contexto internacional. Pero ya sabemos que el análisis y la ponderación de lo que en estudios más recientes se llamó la correlación de fuerzas, son adaptables en alto grado a las pugnas políticas que ocurren internamente en cualquier país. Las alianzas, las rupturas, las aproximaciones y los alejamientos que se advierten entre partidos y grupos de interés, no son sino trasuntos analógicos de la paz, la guerra y la doblez.
Miremos a nuestro alrededor. Hay en México un esfuerzo concertado, verdadero y honesto, en favor de la democracia? Están dispuestos los partidos a posponer la lucha por el poder mientras se construye entre todos un régimen político y un sistema electoral que garanticen la supremacia de la voluntad del pueblo para escoger a quienes deban gobernar en su representación y encauzar el ejercicio del poder en favor del interés general? Hasta ahora los signos inducen a respuestas negativas.
Los distintos foros donde los partidos debieran deliberar y establecer consensos sobre reformas políticas y electorales, son espacios para luchar por la democracia o cajas de resonancia para ganar adeptos en la lucha por el poder? La doblez (en el sentido preciso que emana del Arthacastra) se ha enseñoreado sobre las posibilidades de entendimiento, y los propósitos edificantes se empequeñecen en una inocultable feria de intereses contradictorios, que frecuentemente son cuña del mismo palo.
Los que participaron mientras les convino y se salieron con cualquier pretexto, aguardan a que otros den la pelea en su lugar, para después usufructuar los beneficios sin haber sufrido desgaste alguno. Quienes suponen que esa ausencia los favorece y que pueden poner a su participación un precio más alto, dan claras muestras de que no entienden lo que está pasando.
Entre bambalinas se escucha la risa sardónica de Tartufo.