La Jornada 8 de marzo de 1996

Arriban cientos de mujeres a San Cristóbal para una marcha civil zapatista

Hermann Bellinghausen, enviado, San Cristóbal de las Casas, Chis., 7 de marzo Llegaron a San Cristóbal cientos de mujeres zapatistas, en camiones de cinco toneladas y los rostros cubiertos con paliacate o pasamontañas. Las hay de todas las edades y todos los rebozos. Por lo pronto suman cerca de 500. Son las nueve de la noche y esperan más. Las mujeres que subieron de la selva para una marcha pacífica, ``mero zapatista'', como dicen ellos. La única vez anterior que hubo zapatistas encapuchadas en las calles de Jovel fue el 1 de enero de 1994, y venían en son de guerra. Venían armadas, lanzando proclamas. Y la gente en la plaza de San Cristóbal, aquel lejano año nuevo, les decía con un escalofrío cómplice: ``Váyanse, los van a matar''.

Han pasado dos años, chorrocientos días; mucha agua ha corrido bajo los puentes. Muchas de estas mujeres tuvieron que refugiarse en las montañas con sus pueblos enteros el 9 y 10 de febrero del año pasado. Son también mero civiles.El viaje fue una sorpresa para todos. Las que parecen menos sorprendidas son las mujeres zapatistas, a salto de mata entre el tzeltal, el tojolabal y la castilla. No parecieron enterarse del revuelo que fueron causando en el camino. Lo primero fue el nerviosismo del destacamento militar en Aguascalientes, en el viejo Guadalupe Tepeyac, cuando pasaron enfrente los primeros camiones del convoy, llenos de mujeres encapuchadas, y algunos hombres cogidos a las orillas de las redilas acompañándolas.


Centenares de mujeres zapatistas arribaron ayer a San
Andrés Larráinzar para marchar hoy con motivo del
Día Internacional de la Mujer.
Foto: Frida Hartz

El susto pudo llegar a mayores en las afueras de Nuevo Momón, cuando se habían agregado más camiones al convoy inicial, hasta sumar 11 vehículos. Las mujeres solicitaron a los conductores una inocente escala técnica y la guarnición militar entró en alerta de emergencia y se vio a los soldados correr a sus posciones, tomar sus armas.

A partir de Las Margaritas se agregó un nerviosismo policiaco que en Comitán alcanzó niveles paroxísticos. Los vehículos de la Policía Judicial iban y venían por la carretera, revisando el convoy de camiones, no sabiendo si detenerlo, cuidarlo, no pelarlo o qué.

Cuentan los que lo vieron que al atardecer, cuando los camiones bajaban hacia Amatenango del Valle, pasaron por debajo de un arcoiris. (``Ya chole con los arcoiris'', habrá quien diga, pero no deja de ser un dato).

Era noche oscura, con ausencia de luna, cuando atravesaron las instalaciones del cuartel militar de Rancho Nuevo, mudo y prudentemente solitario.

La municipalidad de San Cristóbal reaccionó como pudo y mandó un camión de policía (la versión local de los granaderos) y varios vehículos de agentes sin uniforme al primer entronque de San Cristóbal, donde se esperaba que diera vuelta el convoy.

Silenciosamente entraron los camiones al albergue donde pernoctarán.

Y todo este barullo para que la Gladys, limpiándose el rostro sin quitarse el pasamontañas, resumiera sus impresiones del camino con una sencilla queja: ``Había mucho polvo''.

No se dan por enteradas del lío militar y policiaco que armaron ni del tardío revuelo de los fotógrafos, ni del arcoiris. Fueron 12 horas de viaje y mucho polvo.

Los ojos para mañana

Ordenadamente, diivertidas, cansadas, se distribuyen las mujeres en los dormitorios del albergue. Rostros cubiertos, ojos brillantes, todavía con ánimo para sonreír. Eso es lo que desfilará mañana por las calles de Jovel: una multitud de ojos, subrayados por el rostro oculto.

Las hay matronas maduras, algunas muy ancianas, de piel arrugada, jovencitas, madres que sólo trajeron los bebés de teta. No hay niños, aunque algunas confiesan que primero sí habían pensado en traerlos.

Los pasamontañas son, a veces, trapos toscos con un agujero. Muchas de las mujeres vienen descalzas. No sé si para mañana se pongan huaraches.

Mientras las mujeres se acomodan con revuelo en las literas, en un mar de murmullos y colores vivos, un agitarse de faldas rojas, amarillas, azules, color de rosa que se frotan entre sí, un grupo de músicos, hombres de edad, las observan y cuidan. Llevan al hombro su potente arma: un tambor de cuero y dos baquetas de palo caoba. Cada uno su tamborcito, hasta sumar diez. Montan una guardia de percusiones.

Mañana verán, junto con muchas otras mujeres indígenas, las calles de Jovel y La Plaza Central a través del orificio de su pasamontañas o por encima del horizonte rojo del paliacate.

El debut del zapatismo civil correrá, pues, a cargo de las mujeres.

Por lo pronto tienen tres cosas: hambre, sueño, y un nuevo tipo de frío que no hay en la selva. Un frío más frío.